Padre
Fernando Gioia, EP. Heraldos del
Evangelio
Este
Niño, en aquella gruta, en aquel pesebre, habría de transformar el curso de la
historia.
La Navidad ha perdido el perfume de tiempos pasados. Nos invade un consumismo
que, incentivado por una propaganda frenética, cualquier psicólogo podría
diagnosticar en los atrapados por ella de: pérdida de la libertad psíquica. Se
ofrecen elementos por doquier, en todo tipo de comercios. Se compra lo que se
necesita y lo que no se necesita. Lo que se puede, y lo que no se puede.
Por otro lado, también se ha ido perdiendo la auténtica afectividad, los
corazones se hicieron insensibles, la intimidad familiar ya no es un elemento
primordial en este tiempo navideño que tiene que ser de paz, alegría y
solemnidad.
Sería exagerado pensar que la auténtica Navidad ha muerto. Nos encontramos a
más de dos mil años del nacimiento de Cristo. Pareciera que reviven las tristes
circunstancias de aquellos momentos: una sombra de paganismo, descreimiento,
idolatría y de caos –que se tornó casi universal y altamente peligroso –
invaden la faz de la tierra. El mundo de hoy se debate en una descomunal crisis
de valores, consecuencia obvia del alejamiento de los Mandamientos de la Ley de
Dios. Se ha perdido el profundo valor religioso de la Navidad, la
superficialidad penetró en todos los ambientes.
Ante estas circunstancias, se hace necesario que elevemos nuestros corazones al
Portal de Belén, donde ocurrió el acontecimiento más importante de la Historia:
“el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Grandioso acontecimiento que dividió la
historia de los hombres en antes y después de Nuestro Señor Jesucristo.
Dos extremos de situación se presentaban en el humilde lugar del nacimiento de
El Salvador del Mundo: una gran alegría y, al mismo tiempo, una gran miseria.
El Hijo de Dios, recostado en un pesebre, en dónde comían los animales. Quién
podría imaginar a María Santísima y San José, en una pobre gruta, frente a un
débil Niño, en una cuna tan tosca. En este singular ambiente, y especial
momento, se da el comienzo del auge del amor de Dios para con el hombre.
En tanto, este Niño “ha sido puesto - como profetizara el viejo Simeón - para
que muchos en Israel caigan y se levanten y será como un signo de
contradicción” (Lc 2, 34). Verdadero divisor de aguas - “el que no está conmigo
está contra mí; el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11, 23) -, nos deja
claro que cambiaría el curso de la historia de los hombres.
Entonamos en Navidad el famoso villancico Noche de Paz que, con su belleza
literaria y suave musicalidad, nos impacta. Consideramos al Dios infinito que
se hace tan pequeño por nosotros. El que, “siendo de condición divina... se
despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los
hombres”, en el decir de San Pablo (Fl 2, 6-7).
Cantamos la alegría de sentir la llegada del Niño Dios, de verlo en suave y
encantadora dulzura, y se llenan de consolación nuestras almas. Su misión era
salvar el mundo. Era el momento, como decía Benedicto XVI, “culmen de la
historia del amor entre Dios y el hombre (que) pasa a través del Pesebre de
Belén y el sepulcro de Jerusalén” (21-12-2011).
Si miramos a nuestro derredor, vemos que la fealdad entra en el lugar de la
belleza y la maldad campea quitando el lugar a la dulzura de vivir y al
convivio social armonioso. Un neo-paganismo invade la faz de la tierra. Se hace
indispensable una renovación interior del hombre. Con ella todo estará hecho.
Sin ella, cuanto se haga será nada.
¿Cómo lograr una transformación tan
difícil que lleve a los hombres en el camino de la austeridad, del sacrificio,
del amor a la Cruz, del cumplimiento de los Mandamientos?
Parece ser una tarea imposible. Pero, el Divino Niño la comenzó a realizar
recostado en un Pesebre. Ni los odios farisaicos pudieron contenerlo. Allí
estaba “el camino, la verdad y la vida”.
La Navidad abre, como decía Monseñor João Scognamiglio Clá Días: “un paréntesis
luminoso dentro de la propia tristeza del hombre, para que participe de la
alegría de Jesús, de María y de José en la gruta de Belén. De la alegría de los
ángeles que llegaron a cantar, de los pastores. De los reyes Magos que vinieron
a adorarlo del lejano oriente. Aquel que escogió para su palacio la Gruta de
Belén, para su ornato unos simples paños, para su cuna unas gastadas tablas, y
para compañía -además de María y José - apenas dos animales. No quiso la más
mínima celebridad, pues deseaba colocarse al alcance de cualquier
necesitado”. ¡Qué situación llena de
contrastes! Era el comienzo de su misión en el despojamiento de un pesebre y
llegaba a su auge en el Calvario muriendo en la Cruz.
Que penetren en nuestros ambientes las santas y puras alegrías de la Navidad;
que la humildad ponga una nota de convivio dentro de las familias; y que no se
pierda la nota de solemnidad, tan importante en estos momentos de vulgaridad
que nos rodean. Alegría, humildad,
solemnidad. Es lo que precisa el mundo de hoy, lleno de sufrimientos y
angustias.
Terminemos con esta simple oración: Vos, Señor Jesús, Dios humanado, sois entre
los hombres el Príncipe de la Paz. Tu presencia es la Verdad y la Vida, sin
ella, todo se convierte en guerra. Que los hombres comprendan que sois Señor
Jesús, el único medio de lograr la paz. Que los egoísmos se desarmen, y así la
paz penetre en nosotros y en nuestros alrededores. Para que seamos todos
dulcificados, floreciendo en nuestros corazones el afecto, el perdón, el
ofrecimiento desinteresado para con los otros.
Que el Niño Jesús, la Virgen Madre y San José, derramen sobre todos ustedes
especiales bendiciones en estos días, como preparación de unas Santas
Navidades.
Publicado originalmente por La Prensa Gráfica (San Salvador)
padrefernandogioia@heraldos.info
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