Qué difícil es, en un mundo marcado
por el laicismo, tener muy presente el verdadero significado de la Santa
Navidad y el beneficio inconmensurable que representó para los hombres la
Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). De esta manera tan sencilla
resumía el Discípulo Amado el acontecimiento más grande de la Historia. Sus modestas palabras sintetizan el rico e insondable contenido del magnífico misterio que se conmemora todos los 25 de diciembre: en la oscuridad de las tinieblas del paganismo, rayaba la aurora de nuestra salvación. Se había hecho hombre el Esperado de las naciones, Aquel que había sido anunciado por los Profetas.
Escenario invadido por lo sobrenatural
En la noche en la que Jesús vino al mundo, se respiraba en Belén un ambiente de paz y de alegría. La naturaleza parecía estar jubilosa mientras, en una gruta inhóspita, una santa pareja contemplaba a su Hijo recién nacido.
Ella es la Madre de las madres, concebida sin pecado original, criatura perfecta, en la cual el Creador depositó toda su gracia. A su lado se encuentra San José, marido castísimo, varón justo cuyo amor a Dios, integridad y sabiduría lo hacen digno de tan augusta Esposa. Y el Niño que ambos contemplan es Dios mismo, que asume nuestra naturaleza para dar la mayor prueba posible de su amor a la humanidad.
¡Qué atmósfera tan sublime envolvía aquel escenario paupérrimo! El ambiente en el que el Divino Infante había nacido debería estar tan asumido por lo sobrenatural, que si alguien hubiera tenido la dicha de entrar en ese momento, quedaría de súbito arrebatado por todo tipo de gracias.
Fue lo que les ocurrió a los pastores. Tras el aviso de los ángeles, corrieron en dirección a la gruta y allí encontraron al Rey del Universo acostado sobre pajas. Abismados por la grandeza de la escena, que también la contemplaban con los ojos de la Fe, no tuvieron otra actitud que la de la adoración. ¡Qué extraordinaria dádiva recibieron, fueron los primeros que contemplaron al Creador del Cielo y de la Tierra hecho hombre, envuelto en pañales, en un pesebre!
Dios quiso presentarse de una forma ejemplarmente humilde
Si consideramos las imponentes manifestaciones de la naturaleza que acompañaban a las intervenciones de Dios en el Antiguo Testamento —el mar se abre, el monte humea, el fuego cae del cielo y reduce a cenizas las ciudades—, resulta sorprendente constatar la humildad y discreción con las que Cristo vino al mundo.
¿No habría sido más apropiado a la grandeza divina que en la noche de Navidad signos extraordinarios hubieran marcado tal acontecimiento en el Cielo y en la Tierra? ¿No podría haber nacido Jesús, por lo menos, en un magnífico palacio y haber convocado a los más grandes potentados del mundo entero? Le hubiera bastado un simple acto de voluntad para que eso hubiera ocurrido…
Pero no fue así. El Verbo prefirió una gruta a un palacio; quiso ser adorado por pobres pastores en vez de grandes señores; se calentó con el vaho de dos animales y la rudeza de la paja, en lugar de usar ricos vestidos y dorados braseros. Ni siquiera quiso ordenarle al frío que no lo alcanzase. En tan sublime paradoja, la Majestad infinita deseaba presentarse de una forma ejemplarmente humilde.
Pero a pesar de las pobres apariencias, aquel Niño era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. En Él se daba la unión hipostática de la naturaleza divina con la humana. Así lo explica el célebre Padre Boulenger: “Unión es el estado de dos cosas que se hallan juntas. Se puede realizar ora en las naturalezas, por ejemplo, cuando el cuerpo y el alma se unen para formar una sola naturaleza humana; ora en la persona, cuando se unen dos naturalezas en la misma persona. Esta última unión se llama hipostática, porque en griego los dos términos, hipóstasis (sustancia) y persona, tienen el mismo significado teológico”.
Y esas dos naturalezas, después de la unión, permanecerán perfectamente íntegras e inconfundibles en la Persona de Cristo, que no es humana, sino divina. Por eso es llamado Hombre Dios.
Abismo intraspasable
¿Y por qué la Segunda Persona de la Santísima Trinidad quiso encarnarse en una naturaleza tan inferior? Nuestros primeros padres fueron creados en el Paraíso Terrenal en estado de inocencia original, por tanto, en justicia y santidad. Además de eso, Dios en su infinita bondad le confirió a Adán dones de tres cualidades: naturales, todas las propiedades de su cuerpo y su alma estaban perfectamente ordenadas para conseguir su fin natural; sobrenaturales, la gracia santificante, es decir, la participación en la propia vida de Dios, y la predestinación a la visión de Dios en la eterna Bienaventuranza; y preternaturales, tales como la ciencia infusa, el dominio de las pasiones y la inmortalidad, que constituyen el don de integridad.
En contrapartida a estos inmensos beneficios, le fue presentada al hombre una prueba.
Debía cumplir de manera eximia la ley divina, guiándose por las exigencias de la ley natural grabada en su corazón, y respetar una única norma concreta que Dios le había dado: la prohibición de comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, plantado en el centro del Jardín del Edén (cf. Gn 2, 9-17).
Nos narra la Sagrada Escritura como la serpiente tentó a Eva, como cayeron nuestros primeros padres y como fueron expulsados del Paraíso (cf. Gn 3, 1-23). En consecuencia del pecado, buena parte de esas facultades les fueron retiradas. Pero Dios, en su infinita misericordia, les mantuvo los privilegios naturales. Así lo describe el docto Padre Tanquerey: “Se contentó con despojarlos de los privilegios especiales que les había conferido, es decir, del don de integridad y de la gracia habitual; conservando pues, la naturaleza y sus privilegios naturales. Es verdad que la voluntad quedó enflaquecida, comparada con lo que era el don de integridad; pero no está probado que fuese más flaca de lo que hubiera sido en el estado natural”.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). De esta manera tan sencilla
resumía el Discípulo Amado el acontecimiento más grande de la Historia. Sus modestas palabras sintetizan el rico e insondable contenido del magnífico misterio que se conmemora todos los 25 de diciembre: en la oscuridad de las tinieblas del paganismo, rayaba la aurora de nuestra salvación. Se había hecho hombre el Esperado de las naciones, Aquel que había sido anunciado por los Profetas.
Escenario invadido por lo sobrenatural
En la noche en la que Jesús vino al mundo, se respiraba en Belén un ambiente de paz y de alegría. La naturaleza parecía estar jubilosa mientras, en una gruta inhóspita, una santa pareja contemplaba a su Hijo recién nacido.
Ella es la Madre de las madres, concebida sin pecado original, criatura perfecta, en la cual el Creador depositó toda su gracia. A su lado se encuentra San José, marido castísimo, varón justo cuyo amor a Dios, integridad y sabiduría lo hacen digno de tan augusta Esposa. Y el Niño que ambos contemplan es Dios mismo, que asume nuestra naturaleza para dar la mayor prueba posible de su amor a la humanidad.
¡Qué atmósfera tan sublime envolvía aquel escenario paupérrimo! El ambiente en el que el Divino Infante había nacido debería estar tan asumido por lo sobrenatural, que si alguien hubiera tenido la dicha de entrar en ese momento, quedaría de súbito arrebatado por todo tipo de gracias.
Fue lo que les ocurrió a los pastores. Tras el aviso de los ángeles, corrieron en dirección a la gruta y allí encontraron al Rey del Universo acostado sobre pajas. Abismados por la grandeza de la escena, que también la contemplaban con los ojos de la Fe, no tuvieron otra actitud que la de la adoración. ¡Qué extraordinaria dádiva recibieron, fueron los primeros que contemplaron al Creador del Cielo y de la Tierra hecho hombre, envuelto en pañales, en un pesebre!
Dios quiso presentarse de una forma ejemplarmente humilde
Si consideramos las imponentes manifestaciones de la naturaleza que acompañaban a las intervenciones de Dios en el Antiguo Testamento —el mar se abre, el monte humea, el fuego cae del cielo y reduce a cenizas las ciudades—, resulta sorprendente constatar la humildad y discreción con las que Cristo vino al mundo.
¿No habría sido más apropiado a la grandeza divina que en la noche de Navidad signos extraordinarios hubieran marcado tal acontecimiento en el Cielo y en la Tierra? ¿No podría haber nacido Jesús, por lo menos, en un magnífico palacio y haber convocado a los más grandes potentados del mundo entero? Le hubiera bastado un simple acto de voluntad para que eso hubiera ocurrido…
Pero no fue así. El Verbo prefirió una gruta a un palacio; quiso ser adorado por pobres pastores en vez de grandes señores; se calentó con el vaho de dos animales y la rudeza de la paja, en lugar de usar ricos vestidos y dorados braseros. Ni siquiera quiso ordenarle al frío que no lo alcanzase. En tan sublime paradoja, la Majestad infinita deseaba presentarse de una forma ejemplarmente humilde.
Pero a pesar de las pobres apariencias, aquel Niño era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. En Él se daba la unión hipostática de la naturaleza divina con la humana. Así lo explica el célebre Padre Boulenger: “Unión es el estado de dos cosas que se hallan juntas. Se puede realizar ora en las naturalezas, por ejemplo, cuando el cuerpo y el alma se unen para formar una sola naturaleza humana; ora en la persona, cuando se unen dos naturalezas en la misma persona. Esta última unión se llama hipostática, porque en griego los dos términos, hipóstasis (sustancia) y persona, tienen el mismo significado teológico”.
Y esas dos naturalezas, después de la unión, permanecerán perfectamente íntegras e inconfundibles en la Persona de Cristo, que no es humana, sino divina. Por eso es llamado Hombre Dios.
Abismo intraspasable
¿Y por qué la Segunda Persona de la Santísima Trinidad quiso encarnarse en una naturaleza tan inferior? Nuestros primeros padres fueron creados en el Paraíso Terrenal en estado de inocencia original, por tanto, en justicia y santidad. Además de eso, Dios en su infinita bondad le confirió a Adán dones de tres cualidades: naturales, todas las propiedades de su cuerpo y su alma estaban perfectamente ordenadas para conseguir su fin natural; sobrenaturales, la gracia santificante, es decir, la participación en la propia vida de Dios, y la predestinación a la visión de Dios en la eterna Bienaventuranza; y preternaturales, tales como la ciencia infusa, el dominio de las pasiones y la inmortalidad, que constituyen el don de integridad.
En contrapartida a estos inmensos beneficios, le fue presentada al hombre una prueba.
Debía cumplir de manera eximia la ley divina, guiándose por las exigencias de la ley natural grabada en su corazón, y respetar una única norma concreta que Dios le había dado: la prohibición de comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, plantado en el centro del Jardín del Edén (cf. Gn 2, 9-17).
Nos narra la Sagrada Escritura como la serpiente tentó a Eva, como cayeron nuestros primeros padres y como fueron expulsados del Paraíso (cf. Gn 3, 1-23). En consecuencia del pecado, buena parte de esas facultades les fueron retiradas. Pero Dios, en su infinita misericordia, les mantuvo los privilegios naturales. Así lo describe el docto Padre Tanquerey: “Se contentó con despojarlos de los privilegios especiales que les había conferido, es decir, del don de integridad y de la gracia habitual; conservando pues, la naturaleza y sus privilegios naturales. Es verdad que la voluntad quedó enflaquecida, comparada con lo que era el don de integridad; pero no está probado que fuese más flaca de lo que hubiera sido en el estado natural”.
El Pecado
Original abrió entre Dios y los hombre un abismo intraspasable. Las puertas del
Cielo se cerraron y el hombre contingente sólo podía ofrecer a Dios una
reparación imperfecta de la ofensa cometida. Y el Hijo se ofreció al Padre y
“se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8)
para restituir al hombre la gracia perdida con el pecado. El propio Creador se
hacía criatura para saldar nuestra deuda, con inefable generosidad.
El camino de la gloria pasa por la Cruz
Sin embargo, ¿por qué quiso Jesús sufrir el desprecio de sus coetáneos y los tormentos de la Pasión? Al estar unido hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, cualquier gesto de su naturaleza humana podría haber redimido a la humanidad entera. Un simple acto de voluntad de Cristo hubiera bastado para alcanzar de Dios el perdón de todos nuestros pecados.
Una vez más nos encontramos con una sublime paradoja. Con el ejemplo de su Vida y Pasión, Jesús quería enseñarnos que, en este valle de lágrimas, la verdadera gloria sólo viene del dolor. Y como el Padre deseaba para su Hijo el más alto grado de gloria, permitió que Él pasase por el límite extremo del sufrimiento.
“El Hijo del hombre, no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (cf. Mt 20, 28). Nuestro Salvador ya era consciente, en el pesebre de Belén, que había venido al mundo para expiar nuestros pecados.
Ése es el motivo por el que en muchos belenes o nacimientos el Niño Jesús se nos es presentado con los brazos abiertos en cruz. Durante toda su vida, de Belén al Gólgota, Cristo no hizo otra cosa que caminar al encuentro del Sacrificio Supremo que le traería el auge de la gloria.
Toda la Tierra fue renovada
¿Puede haber ser humano más frágil que un bebé, habitáculo más
sencillo que una gruta o cuna más precaria que un pesebre? No obstante, el Niño
que contemplamos acostado sobre pajas en el portal de Belén alteraría
completamente el rumbo de los acontecimientos terrenos.El camino de la gloria pasa por la Cruz
Sin embargo, ¿por qué quiso Jesús sufrir el desprecio de sus coetáneos y los tormentos de la Pasión? Al estar unido hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, cualquier gesto de su naturaleza humana podría haber redimido a la humanidad entera. Un simple acto de voluntad de Cristo hubiera bastado para alcanzar de Dios el perdón de todos nuestros pecados.
Una vez más nos encontramos con una sublime paradoja. Con el ejemplo de su Vida y Pasión, Jesús quería enseñarnos que, en este valle de lágrimas, la verdadera gloria sólo viene del dolor. Y como el Padre deseaba para su Hijo el más alto grado de gloria, permitió que Él pasase por el límite extremo del sufrimiento.
“El Hijo del hombre, no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (cf. Mt 20, 28). Nuestro Salvador ya era consciente, en el pesebre de Belén, que había venido al mundo para expiar nuestros pecados.
Ése es el motivo por el que en muchos belenes o nacimientos el Niño Jesús se nos es presentado con los brazos abiertos en cruz. Durante toda su vida, de Belén al Gólgota, Cristo no hizo otra cosa que caminar al encuentro del Sacrificio Supremo que le traería el auge de la gloria.
Toda la Tierra fue renovada
Afirma el historiador austríaco Juan Bautista Weiss: “Cristo es el centro de los tiempos. El mundo antiguo le esperó; el mundo moderno y todo el porvenir descansan sobre Él. La Redención de la humanidad por Cristo es la mayor hazaña de la Historia universal; su vida, la memoria más alta y bella que posee la humanidad; su doctrina, la medida con que se han de apreciar todas las cosas”.
Qué difícil es, en un mundo marcado por el relativismo y por el laicismo —cuando no por el ateísmo—, tener muy presente el verdadero significado de la Santa Navidad y el beneficio inconmensurable que representó para los hombres la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Cristo era el varón que había sido prometido a Adán inmediatamente después de su caída, el Mesías anunciado durante siglos por los profetas. Pero la realidad transcendió sobre cualquier imaginación humana: ¿Quién podría haber pensado que Él sería el propio Dios encarnado? La venida de Jesús al mundo no solamente nos abrió las puertas del Cielo y nos trajo la Salvación, sino que también renovó toda la Tierra. Dice Santo Tomás que el Señor quiso ser bautizado, entre otras razones, para santificar las aguas. Y lo mismo ocurrió con todos los otros elementos: la tierra fue santificada porque sus divinos pies la pisaron: el aire, porque Él lo respiró; el fuego ardió con más vigor y pureza. Podemos decir, sin duda, que este nuestro mundo nunca más fue el mismo después de haber vivido, como hombre, el propio Creador.
No es por casualidad que se cuentan los años a partir del nacimiento de Cristo, pues Él, realmente, divide la Historia en dos vertientes. Antes de Él la humanidad era una y después pasó a ser completamente otra. Son dos historias. ¡Podríamos casi afirmar que son dos universos distintos!
Cristo era el varón que había sido prometido a Adán inmediatamente después de su caída, el Mesías anunciado durante siglos por los profetas. Pero la realidad transcendió sobre cualquier imaginación humana: ¿Quién podría haber pensado que Él sería el propio Dios encarnado? La venida de Jesús al mundo no solamente nos abrió las puertas del Cielo y nos trajo la Salvación, sino que también renovó toda la Tierra. Dice Santo Tomás que el Señor quiso ser bautizado, entre otras razones, para santificar las aguas. Y lo mismo ocurrió con todos los otros elementos: la tierra fue santificada porque sus divinos pies la pisaron: el aire, porque Él lo respiró; el fuego ardió con más vigor y pureza. Podemos decir, sin duda, que este nuestro mundo nunca más fue el mismo después de haber vivido, como hombre, el propio Creador.
No es por casualidad que se cuentan los años a partir del nacimiento de Cristo, pues Él, realmente, divide la Historia en dos vertientes. Antes de Él la humanidad era una y después pasó a ser completamente otra. Son dos historias. ¡Podríamos casi afirmar que son dos universos distintos!
(Revista Heraldos del Evangelio, Dic/2009, n. 96, pag. 19 a 21)
Fuente: http://heraldosdelevangelio.cl/significado-de-la-navidad/
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