jueves, 29 de diciembre de 2016

Comentario al Evangelio de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios (domingo 1 de enero)

por Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP
[...] ¡Madre de Dios... y también Madre nuestra!
Delante de la riqueza de la Liturgia inspirada por el Espíritu Santo para exaltar la maternidad divina de su Esposa, debemos comprender que también nosotros estamos contemplados en este privilegio de María. Todos los bautizados hacemos parte de la Santa Iglesia, Cuerpo Místico del cual Cristo es la Cabeza y nosotros sus miembros. ¡Y, quien es Madre de la Cabeza es Madre de todo el Cuerpo! Y cuando nacemos para la gracia,  en el Bautismo, pasamos a participar de la familia divina como hijos de Dios y hermanos de Nuestro Señor Jesucristo. También por este aspecto María es nuestra Madre.
Además de esto, así como los ríos corren a partir de su nacimiento, la fuente de nuestra vida sobrenatural es Nuestro Señor Jesucristo, pues “todos nosotros recibimos de su plenitud gracia sobre gracia”. Y la Madre de ese manantial de gracias es también Madre de los riachuelos que de Él proceden. Fue el propio Salvador que, crucificado entre dos ladrones en lo alto del Calvario, dio carácter oficial a la maternidad de Nuestra Señora extensiva a nosotros. En la persona, de San Juan Evangelista, Jesús nos entregó a Ella como auténticos hijos, al decir: “Mujer, he aquí tu hijo”, y al Apóstol: “He aquí tu Madre”. De este modo, colocó a disposición de todos nosotros,  sus hermanos por la gracia y por la Redención, a su propia Madre. Y Ella ama a cada uno como si fuese su hijo único, a tal punto que si sumásemos el amor de todas las madres del mundo por un solo hijo, el resultado no alcanzaría el amor que Nuestra Señora nutre por nosotros, individualmente.

Encontramos en las palabras del  Prof. Plinio Corrêa de Oliveira una emotiva consideración a este respecto: “Entre el Verbo Encarnado y nosotros hay algo en común, algo insondablemente precioso: tenemos la misma Madre. Madre perfecta desde el primer instante de su ser concebido sin mancha. Madre Santísima de tal manera que, en cada momento de su existencia, no cesó de corresponder a la gracia; apenas creció, creció y creció hasta alcanzar inimaginable elevación de virtud. Esta Madre, de Él y nuestra, tiene misericordia del hijo más deshilachado, chueco, descuidado; y cuanto más descuidado, chueco y deshilachado, mayor su compasión materna. ‘Mi Madre: yo estoy aquí. Ten pena de mi hoy, ahora, como siempre tuvisteis y, espero, siempre tendréis. Purificadme, ordenadme, tornad mi alma cada vez más semejante a la vuestra y a la de Aquel que, como a mí, es dada la indecible felicidad  de teneros por Madre”.
A Jesús, cuya Navidad celebramos en esta Octava, dirigimos nuestra mirada llena de gratitud e imploramos que lleguen a su plenitud las gracias traídas por Él al mundo, al nacer en Belén: “Señor, vos queréis reinar sobre la tierra de una forma solemne, majestuosa y, al mismo tiempo, maternal. Por esto vos entregaréis vuestro Reino a vuestra Madre Santísima. Os pedimos, Señor, que la misericordia de Ella triunfe cuánto antes. En este momento,  nuestro corazón se vuelve hacia Ella, lleno de certeza que su misericordia y bondad para cada uno de nosotros, es superior a la de cualquier madre.
Ella está dispuesta a abrazarnos, a acogernos en su regazo y protegernos, ya sea contra la maldad de los hombres, ya sea contra la maldad venida del infierno. ¡En fin, Ella está dispuesta a hacer todo por nosotros! Señor, no la retengáis. Dejad que la misericordia de Ella nos abrace, porque sólo así los horrores del mundo contemporáneo no dañarán nuestra alma. Os pedimos Señor, que Ella derrame sobre vuestros hijos toda su bondad maternal y misericordiosa, para que el reino del afecto, el reino del cariño materno, el reino de la bondad insuperable de María Santísima se establezca en la Tierra. Y que Ella aparezca sonriente en la ceremonia de inauguración de esa nueva era histórica, diciendo a sus hijos: ‘Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.


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