domingo, 11 de diciembre de 2016

Hambre vs. Hartazgo

por Plinio Corrêa de Oliveira (Publicado en “Folha de S. Paulo”, 25-4-1983)
Sin cuestionar -ni aun remotamente- el evidente talento de Goya, la mayor parte de sus cuadros me desagrada. En ellos, el pintor manifiesta una tendencia a la detracción, el vilipendio y el escarnio, que me causa una profunda antipatía. Baste recordar el famoso cuadro en que Goya representa a Carlos IV, rey de España, a su mujer, la reina María Luisa, y a otros personajes de la casa real. Se diría que cada uno de ellos es una pesadilla
de fatuidad e imbecilidad.
Me siento inclinado a pensar que Goya los pintó tales como eran. ¿Antipatizo luego con la verdad? No; antipatizo con cierta alegría malévola de Goya en que sus modelos fueran así.
Me referí a Goya tan sólo para evocar un pequeño cuadro de él, que admiré -y mucho- en el Museo del Prado, en Madrid. Se denominaba "Pánico". Representaba, vista de atrás, una tropa militar a la desbandada. Del pánico que poseía a cada fugitivo parecía desprenderse como un fluido que flotaba algo más arriba de sus gorras. Allí, esos miles de fluidos se fundían en un único e inmenso fluido, del cual emanaba una especie de fantasma. Un fantasma del cual se percibía únicamente su busto pujante, brutal y amenazador. Era el Pánico, que enloquecía y aceleraba la desbandada de los militares fracasados.
Me acordé de ese cuadro cuando, en los días 4 a 8 del corriente, sentí a mi São Paulo, tan amante del orden, tan laboriosa, como envuelta en un fluido inmenso que, al estilo de Goya, se desprendía de las mentes atónitas, sacudidas entre la indignación y la angustia, y esperando a todo momento lo peor.
¿Cómo sería ese bulto imaginario? Tal como lo veía mi sensibilidad, era un ser híbrido, hecho de hambre y de pavor. El hambre de los que no tienen, levantándose como un espectro para llenar de pavor a los que tienen.
¿Fantasía? ¿O realidad, vista en lo más profundo? El hecho es que, de durar algunos días más esa situación que todo São Paulo vivió, las clases dirigentes y medias se desestabilizarían y el edificio social se derrumbaría.
¿Quién soltó por los aires a ese fantasma? Le atribuyo la responsabilidad del hecho a dos factores de lo más innegables: -una mal ensayada conjura que, pasado el primer impacto, no logró hacerse tomar en serio por nuestro pueblo tan vivo y perspicaz: -y nuestra clásica ignorancia de los problemas nacionales.
Ya traté, en este diario, del total desconocimiento en que se halla nuestro elector medio respecto de los problemas económico-financieros del país.
En los días 4 a 8, nuestra ignorancia se manifestó en otro punto fundamental más: el hambre.
En la urbe más rica del Brasil, el espectro goyano del hambre se impuso como si São Paulo fuese un pequeño núcleo de barrios ricos, cercados hasta perderse de vista por “favelas” hambrientas y enfurecidas. Parecería que las “favelas” se habían puesto entonces a devorar al núcleo. Sin embargo, finalizados los asaltos, se pudo constatar que esos hambrientos no eran otra cosa que bien organizados piquetes, favorecidos y prestigiados, durante largo tiempo, por la más total (no hay exageración en este sobrecargado énfasis) impunidad.
Esos hambrientos míticos tenían realmente hambre. Hambre de joyas, que los llevó a atacar a todas las pequeñas joyerías de nivel medio o popular, por las cuales pasaron. Hambre de televisores, de radios, de máquinas fotográficas, de todo lo que se vende en las ópticas. Hambre finalmente, de artículos de cuero. De zapatos de buena calidad, valijas, portafolios y cinturones.
El hambre del auténtico indigente, hambre de comida, “hambre” de remedios, de ropa de abrigo, prácticamente no se manifestó.
Frente a muchas casas asaltadas por los “hambrientos”, éstos tiraban a la calle lo que no podían llevarse consigo. Y la casi totalidad de los numerosos transeúntes, inclusive en barrios modestos, pasaban sin tocar nada de eso. “Hambre”...
Ante todo esto, a nadie se le ocurrió, que me conste, preguntar cuántos son exactamente, en São Paulo, los hambrientos. Ni por qué padecen hambre.
Leyendo mi artículo, algún demagogo lanzará un aullido de odio: “¿Y los desempleados?”
¿Qué es un desempleado? Desempleado no es tan sólo quien perdió su empleo, sino quien, además, no encuentra otro. ¿Y por qué no encuentran empleo aquellos que hoy no tienen más trabajo en las fábricas?
El  cardenal Paulo Arns (con el cual vivo en un melancólico y general desacuerdo)  sugirió acertadamente en declaraciones a la “Folha de S. Paulo” (3/4/83) que esa mano de obra sea canalizada a las tierras incultas pertenecientes al Estado. Esa solución fue ya preconizada por mí en el libro “Reforma Agraria Cuestión de Conciencia” (pp. 10, 115, 127, 157, 185 y 219), que publiqué en 1960.
Desde entonces hacia aquí, ¿qué se hizo en São Paulo en este sentido? Creo que nadie lo sabe. Y aún frente al espectro de la actual recesión, ¿qué se ha hecho?
Tampoco lo sabe nadie. Políticos, literatos de socio-economía, técnicos auténticos,  todos comenzaron a discutir si no se trataba de reformar el régimen socio-económico para atender a esos desempleados. ¿Valdría la pena realmente reformar el Brasil tan sólo para eso? ¿No hubiera sido más práctico haber hecho el relevamiento de las tierras incultas y haberse tomado medidas drásticas para que, a los primeros síntomas de agravamiento del desempleo, las víctimas de éste pudiesen ir, veloces, a plantar comida en esas tierras para ellos... y para nosotros? En lugar de esto, se hizo alarde de técnica, se charlataneó, se hizo politiquería. Se  hizo una confabulación. Y la confabulación produjo un inmenso show. El show siniestro que casi desestabiliza a São Paulo, y con ella al Brasil...
¿Hambre? ¿Quién de nuestro público sabe con precisión lo que es hambre? Consulté respecto al vocablo a seis excelentes diccionarios de la lengua portuguesa.
Todos hacen girar el concepto en torno al de carencia. ¿Pero a partir de qué punto comienza exactamente la carencia, para un paulista de hoy? ¿No varía de acuerdo al tipo racial de cada uno? En esta São Paulo obrera, que es un mosaico de razas, ¿es posible seriamente establecer un límite “carencial” único para toda la población?
Hablé hace poco de los desocupados. Me referiré ahora a los que tienen empleo. ¿Cuántos padecen realmente en su salud, a causa de la carencia de alimentos?
Cuando un grupo de desconocidos articuladores quieren lanzar una ciudad como São Paulo en el Pánico del espectro del hambre, puede hacerlo a gusto, porque nadie tiene defensa contra el Rumor. Pues los hombres medianos no saben nada que los defienda de las patrañas de la subversión.
Una cosa se puede decir, mientras tanto: en el obituario paulista, el papel del hambre parece ser mucho menor que el del hartazgo. Cuán pocos -si los hubo- murieron de hambre entre nosotros; ¿cuántos murieron por excesos de la mesa? Creo haber leído en un autor griego, del cual no me acuerdo bien, que la mesa mata más gente que las guerras...
¿Será realmente el hambre quién más diezma a los paulistas?

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