Se peca contra Dios, dueño de la vida. Se peca contra la
sociedad, privándola de uno de sus miembros. Se peca contra sí mismo, pues todo
hombre está obligado a amar la propia vida.
Los ancianos tienen la preciosa misión de ser “testigos del pasado e inspiradores de sabiduría para los jóvenes y para el futuro”, decía San Juan Pablo II en la Familiaris Consortio (27), incentivando a que se tenga una singular veneración y especial afecto para con ellos. Transmiten paz y tranquilidad, su experiencia de vida suaviza las discrepancias familiares. En los días de hoy, en que la palabra “derechos humanos” está en la boca o escritos de tantos, en los tiempos de “progreso” que vivimos, presenciamos una marginación toda especial para con ellos. Cuando no los “estacionan” en los últimos momentos de su larga vida en un asilo, sufriendo silenciosamente el drama de la soledad y falta de cariño familiar, los encaminan a la extrema situación opuesta: la eutanasia.