[...] La secuencia de parábolas presentada en el
Evangelio de este 24º Domingo del Tiempo Ordinario surge delante de nosotros como un prisma del cual la Historia de la Salvación, gana un colorido
especial. Para rescatar la humanidad perdida por el pecado, el Buen Pastor
asumió nuestra naturaleza, murió en la Cruz, y de su lado abierto por la lanza
nació la Iglesia, auténtico redil de Cristo, en el cual los hombres son
introducidos, por las aguas del Bautismo, dándoles la superior dignidad de
tornarse hijos de Dios. Dóciles a la gracia, los hombres produjeron frutos a la
altura de su condición de herederos del Cielo, construyendo una civilización
basada en las enseñanzas del Evangelio.
Sin embargo, con el pasar del tiempo la humanidad comenzó a menospreciar
esa filiación divina y se fue apartando
del Padre celestial. En nuestros días, muchos son los que viven como si Él no
existiese. Entregándose al pecado, disiparon los tesoros que les habían sido
confiados con la venida de Nuestro Señor Jesucristo al mundo, y caminaron de
desvarío en desvarío. Si trazásemos un paralelo entre la humanidad actual y el
hijo pródigo, con tristeza veríamos no estar muy distantes del estado en el
cual, reducido a la completa miseria, el joven se quiso alimentar con las
bellotas de los puercos. Permitiendo que los hombres caigan en los horrores de
un mundo contrario a la virtud, Dios espera pacientemente el momento exacto
para concederles las luces de su misericordia, a través de una acción del
Espíritu Santo. Tal acción les hará ver con claridad su deplorable estado y les
suscitará las nostalgias de las maravillas de la gracia, abandonadas hace
siglos.
Los símbolos, no obstante, siempre claudican en relación a la realidad, y la Fé
nos hace pensar que el futuro de los hombres superará ampliamente el desenlace
de la parábola, sobre todo por causa de un elemento. En la narración, no aparece una figura que en la Historia tiene
un papel fundamental: María Santísima, a quien Dios constituyó Abogada y
Refugio de los pecadores, Madre de los hombres. Cuando la humanidad pródiga
comience a emprender el camino de vuelta, esta Madre vendrá a su encuentro y la
recibirá con ilimitada bondad. Bastará entonces, que le sea dirigida la súplica humilde y
confiante: "Pecamos contra Dios y contra ti; ya no merecemos ser llamados tus
hijos. Trátanos cómo si fuésemos siervos". Ella misma intercederá, entonces,
junto a su Hijo, llevándole el pedido de clemencia. En ese momento en que los
hombres se presenten delante del trono de la Divina Misericordia, colocándose
en la condición de esclavos de la Sabiduría Eterna y Encarnada, por las manos
de María, estará concedido el perdón restaurador.
Y así como el padre festejó al joven arrepentido, Dios tratará como hijos
predilectos a aquellos que se entreguen sin reservas, y promoverá la
conmemoración inaugural de un nuevo régimen de gracias en el plan de la salvación:
el Reino de María, era histórica de la misericordia constituida por almas que,
reconociéndose pecadoras, se habrán dejado transformar por la fuerza del
perdón. (CLA DIAS EP, Monseñor Joao Scognamiglio, in “Lo inédito sobre los
Evangelios” Librería Editrice Vaticana).
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