El 6 de julio del 1535, a golpes de la justicia inglesa, moría Santo Tomás Moro, ex -miembro del Parlamento Inglés, ex-sub-sheriff de Londres, ex-consejero del rey, ex-canciller de Inglaterra, elevado a la categoría de hidalgo y nombrado caballero, uno de los más famosos escritores de su época, autor de una obra inmortal – la “Utopía” – y amigo íntimo de Erasmo de Rotterdam, el gran humanista del siglo XVI.
Condenado a muerte, determinaba la sentencia del tribunal que le abriesen el vientre y le arrancasen las entrañas. Pero la “clemencia” de Enrique VIII había convertido esa pena en decapitación. En el día establecido, se dio la ejecución. Por un momento brilló, al sol de verano, el arma empuñada por las manos trémulas del verdugo. La cabeza del criminal rodó por tierra. Todo estaba consumado. Él expiaba un crimen nefasto que a otros, tanto antes como después de él, les había costado un precio aún mayor: ser católico.
Idealismo y docilidad
Su vida siempre fue una brillante ascensión, en la cual la gloria y el poder corrían a su encuentro, si bien los despreciase, volviendo sus ojos hacia otra felicidad, que la inconstancia de la política y la tiranía del rey no le podrían robar.
Siendo aún joven, su noble alma se dejó atraer por el camino místico de un monasterio benedictino, donde quiso involucrarse como soldado, en la milicia sagrada del sacerdocio.
Pero la Providencia lo impulsó hacia otros rumbos y, cuando se vio obligado a reducir el tiempo consagrado al estudio de la Teología, su materia predilecta, para ceder lugar a la Filosofía, intervino la voluntad paterna, que lo obligó a relegar a un segundo plano esos estudios tan costosos, para imponerle que emplease lo mejor de su tiempo a graduarse en Derecho en Oxford.
Dócil, Tomás Moro obedeció. Adquirió conocimientos jurídicos eminentes en la famosa Universidad de Oxford. Por esa razón, vio abrirse delante de él las puertas de la política y del Parlamento y por ellas ingresó.
En la rápida ascensión que lo guindó a los más altos cargos del gobierno, cualquier observador superficial podría imaginar que el jurista y el político habían matado definitivamente al filósofo y al teólogo en Tomás Moro, y que nada más, en el protegido de Enrique VIII, habría de perdurar del estudiante idealista de otros tiempos.
Un político iluminado por la teología
Pero sucedió lo contrario. Dueño de una gran inteligencia, pudo formar, a la par de una ciencia jurídica notable, una profunda cultura filosófica. Y sus producciones, de las cuales la más famosa fue la “Utopía”, lo colocaron en el primer plano de los escritores europeos de su tiempo, valiéndole la admiración de reyes y príncipes, así como la fraternal amistad del inmortal Erasmo.
Existe, entre el político que asciende a los más altos cargos de la administración provisto de profundos conocimientos filosóficos, jurídicos y sociales, y el político que lleva a las eminencias del poder como único equipaje una pequeña cultura y una gran ambición, la misma diferencia que existe entre el médico y el curandero. El primero se orientará por la ciencia no menos que por la práctica. El segundo procederá con un empirismo ciego, aplicando a los problemas de hoy el mismo repertorio de fórmulas que “le salieron bien” ayer.
Santo Tomás Moro pertenecía al primer grupo. El político no mató en él al filósofo ni al teólogo; pero el filósofo y el teólogo gobernaron al político, iluminándole el camino, dilatándole los horizontes y dirigiéndole la acción.
Un inflexible defensor del Papado
Justo en esa ocasión, Enrique VIII colide con él en el momento más brillante de su carrera para imponerle el trágico dilema: o cree o muere; o acata la herejía protestante, o incurre en las iras deEs el momento crucial de su existencia. Por un lado, la vida le sonríe; por otro lado, la consciencia le apunta el camino del deber. No duda. Entrega su renuncia y se retira a la vida privada.
Fue ahí cuando las iras reales fueron a fulminarlo. Conducido a la prisión, fue sometido a diversos interrogatorios, en los cuales el soldado de los derechos del Papado mostró una energía, una grandeza de alma, un desprendimiento digno de los mártires de las primeras eras cristianas.
Al Duque de Norfolk, quien le decía que “la indignación del príncipe significaba la muerte”, redarguyó noblemente: ¿“Eso es todo, my lord? Realmente entre Vuestra Gracia1 y yo no hay sino una diferencia: es que yo moriré hoy, y Vuestra Gracia morirá mañana.” rey, presagio terrible de futuras desgracias.
Encarcelado en la Torre de Londres por un año, enfermo, privado del supremo conforto de los Sacramentos, todo conspiraba contra su constancia, inclusive – suprema tentación – los ruegos afectuosos de su esposa y de su hija, incapaces de acompañarlo en la dolorosa grandeza del martirio. Por fin, su familia se vio reducida a tal miseria, que tuvo que vender los trajes usados por él en la corte, ¡para pagar el alimento indispensable para que Moro no se muriese de hambre en la prisión!
En los interminables interrogatorios, fue a su encuentro la perfidia de Tomás Cromwell, que buscaba por medio de hábiles preguntas convencerlo del crimen de alta traición. Moro, no obstante, no se dejó enredar y, con la tranquila firmeza de un alma pura, pronunció esta frase que resume toda su defensa: “Soy fiel al rey, no le hago mal a nadie, ni difamo a quien quiera que sea; si eso no es suficiente para salvarle la vida a un hombre, no quiero vivir por más tiempo.”
Martirizado como quien cumple su deber
Finalmente, le quitaron los libros de oración. Cerró, entonces, las ventanas de su celda, y se mantuvo en la oscuridad, a meditar sobre la muerte, hasta que llegó el día en el cual debería beber la última gota del cáliz.
Caminó hacia el martirio con la naturalidad de quien cumple un deber. Y ni siquiera ahí abandonó aquella cordura de espíritu que tan armoniosamente se aliaba a su invencible energía. Lo exhibió en dos momentos extremos de indefectible humor inglés. Como estaba poco firme la escalera del patíbulo, le pidió al verdugo que lo ayudase a subir. “Con respecto a bajar – añadió jocosamente – yo me las arreglaré solo”. Después de haber abrazado al verdugo, se arrodilló y le pidió tiempo para arreglar la barba. Bromeando, dijo después al verdugo: “No la cortes, ella no tiene la culpa”.
Oró, y entregó su gran alma a Dios.
* * *
En una época en la cual el desprestigio se va proyectando como una sombre siniestra sobre tres categorías de hombres que sirven de fundamento a la sociedad – los políticos, los científicos y los militares – la Iglesia acaba de elevar a la honra de los altares a tres modelos admirables de honra y virtud, justamente en estas tres clases. Canonizó a Santa Juana de Arco, modelo de militar; canonizó a San Alberto Magno, modelo y ejemplo de científico; y acaba de canonizar a Santo Tomás Moro, modelo de político.
En su gesto hay simplemente un acto de justicia para con los Santos. Pero la Providencia permitió que sus procesos de canonización sólo ahora llegasen a su término, para que sirvan como una protesta bien alta contra la desmoralización que hiere justo el prestigio de la ciencia, de la autoridad y de la espada, sin las cuales la sociedad no puede vivir.
Fuente: www.caballerosdelavirgen.org
+598 91642241 |