sábado, 23 de septiembre de 2017

Comentario al Evangelio del XXV Domingo T.O. (domingo 24 septiembre) por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP

[...] La envidia, “carie de los huesos”
Como vimos, Fillion recrimina la envidia nacida en el corazón de algunos trabajadores de la viña. En efecto, esta parábola trae una enseñanza a propósito de la inconsistencia, de lo ilógico, y  de la malicia de la envidia.
¿En qué consiste este vicio?  En la tristeza por

causa del bien ajeno. Tanquerey, en su Compendio de Teología Ascética y Mística, resalta que el despecho causado por la envidia es acompañado de una constricción del corazón, que disminuye su actividad y produce un sentimiento de angustia. El envidioso percibe el bien de otra persona “como si fuese un golpe vibrante a su superioridad”.  No es difícil percibir como este vicio nace de la soberbia, la cual, como explica el famoso teólogo Fray Antonio Royo Marín, O.P., “es el apetito desordenado de la excelencia propia”. La envidia “es uno de los pecados más viles y repugnantes que se pueda cometer”, subraya el dominico.
Santo Tomás destaca, en la Cátena Aurea, el hecho que los trabajadores de la viña no se quejaron por considerarse defraudados en la recompensa a la cual tenían derecho, sino porque los otros habían recibido más de lo que merecían. Entonces vemos la insensatez del envidioso, al punto de sufrir más con el éxito de los otros que con sus propios fracasos.
De la envidia provienen diversos pecados, como el odio, la intriga, la murmuración, la difamación, la calumnia y la alegría por las adversidades del prójimo. Ella está en la raíz de muchas divisiones y crímenes, hasta en el interior de las familias (basta recordar la historia de José de Egipto). Dice la Escritura: “Por la envidia del diablo, entró la muerte en el mundo”. Aquí está la raíz de todos los males de nuestra tierra de exilio. El primer homicidio de la Historia tuvo ese vicio como causa: “...y el Señor miró con agrado a Abel y su oblación, pero no miró a Caín, ni sus dones. Caín quedó extremadamente irritado por eso, y su semblante demacrado”.
En la parábola analizada, la envidia es el motivo de la murmuración de los trabajadores de la primera hora contra el dueño de la viña. El mismo afirmará: ¿Me miras con envidia por yo ser bueno? Pecado de consecuencias funestas, volvió amargados muchos ángeles, desde el primer día de la creación, que por esa razón fueron precipitados desde lo alto de los cielos a lo más profundo de los infiernos. No soportaron la infinita superioridad de Dios y, quizá, la divinidad de Jesús y la predestinación de su Madre a la maternidad divina.
Los Evangelios transbordan al narrar la perfidia de los escribas y fariseos contra el Mesías. ¿Cuál es la causa de ese odio deicida? “Porque sabían que lo habían entregado por envidia” (Mt 27, 18).
Con propiedad afirma el libro de los Proverbios (14, 30): “Un corazón tranquilo es la vida del cuerpo, mientras que la envidia es la carie de los huesos”. Este vicio comprende grados. Cuando tiene por objeto bienes terrenos (belleza, fuerza, poder, riqueza, etc.), tendrá gravedad mayor  o menor, dependiendo de las circunstancias. Pero si se trata de los dones y gracias concedidas por Dios a un hermano, constituirá uno de los más graves pecados contra el Espíritu Santo: la envidia de la gracia fraterna.
“La envidia del beneficio espiritual del prójimo es uno de los pecados más satánicos que se puede cometer, porque con él no sólo se tiene envidia y tristeza del bien del hermano, sino también de la gracia de Dios, que crece en el mundo”, comenta Fray Royo Marín.
Todas estas consideraciones deben grabarse a fondo en nuestros corazones, haciéndonos huir de este vicio como de una peste mortal. Alegrémonos con el bien de nuestros hermanos, y alabemos a Dios por su liberalidad y bondad. Quien así actúe notará, en poco tiempo, como el corazón estará sosegado, la vida en paz, y la mente libre para navegar por horizontes más elevados y bellos. Más aún: se hará él mismo centro del cariño y de la predilección de nuestro Padre Celestial.
También nos parece oportuno notar que, esta regla se aplica no solamente para cada católico, sino también a las numerosas familias espirituales existentes en la Iglesia. Entre ellas debe reinar siempre y de modo creciente la atmósfera expresada por el Apóstol en estas palabras: “La caridad es paciente, la caridad es bondadosa. No tiene envidia. La caridad no es orgullosa. No es arrogante. Ni escandalosa. No busca sus propios intereses, no se irrita, no guarda rencor. No se alegra con la injusticia, pero se regocija con la verdad. Todo disculpa, todo cree, todo espera, todo soporta” (1 Cor 13, 4-7). Donde impera el amor de Dios, desaparece la envidia.
La recompensa demasiadamente grande
En esta tierra estamos sólo de pasada. Nuestro destino es la visión beatífica en la eternidad: “In lumine tuo videbimus lumen” (Sl 35, 10) — “En vuestra luz veremos la luz”. Nuestra inteligencia participará del “lumen gloriae” (luz de la gloria) de Dios y será a través de ella que lo veremos, cara a cara. Él será el mismo para todos, según nuestra parábola,  es  “el mismo salario” para cada uno de los “operarios de la viña”.
De un salario que colmará a todos de indecible felicidad, pues, como dijo Dios: “Tu recompensa será demasiadamente grande” (Gn 15, 1). No obstante, la condición esencial para que todos lleguemos allá, está en la verdadera caridad,  y jamás en la envidia.

(MONS. JOÃO SCOGNAMIGLIO CLÁ DIAS, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen I, Librería Editrice Vaticana)
Texto completo en: Comentario al Evangelio del XXV Domingo T.O. (domingo 24 septiembre) por Mons. João Clá Dias, EP