Dios tiene, por así decirlo, necesidad de ser misericordioso. “La omnipotencia de Dios se manifiesta en grado sumo perdonando y apiadándose, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonando libremente los pecados”, enseña Santo Tomás.
Conforme a ese modelo de superabundante clemencia debemos amarnos los unos a los otros. Y, a imitación de nuestro Creador, necesitamos perdonar de tal manera que hasta olvidemos la ofensa recibida.
Perdonar, sin embargo, no siempre es fácil. Exige vencer el amor propio que desea represalias y guarda rencor en el corazón. De hecho, si la venganza está de acuerdo con la naturaleza humana caída, “nada nos hace tan semejantes a Dios como la dulzura y la caridad que testimoniamos a los que nos ultrajan con más maldad y violencia”, escribe San Juan Crisóstomo.
No es en la riqueza ni en el poder, sino en la capacidad de perdón que la persona manifiesta la verdadera grandeza de alma. Si pagar el bien con el mal es diabólico y pagar el bien con el bien es mera obligación, con todo, pagar el mal con el bien es divino. Y así debe proceder en adelante el hombre divinizado por la gracia comprada con la Preciosísima Sangre del Redentor.
Texto completo: Comentario al Evangelio – XXIV Domingo T.O. (domingo 17)