Escribe
Mons. Pablo Galimberti (Obispo de Salto).
Crece entre los uruguayos el interés por esta práctica. Para algunos el
objetivo es bajar el estrés y “desconectarse”. Otros afirman que mediante ella
se aprende a manejar el mundo interior y profundizar en sí mismo-a.
Esbozo aquí lo que es la meditación según la tradición de algunos maestros del
cristianismo. Los primeros fueron monjes cristianos del siglo IV, que buscando
a Dios se internaron en el desierto. Allí acudía gente inquieta desde las
ciudades para plantear sus preguntas, angustias y encontrar caminos para
descifrar entuertos y encontrar la paz.
Esa tradición monacal no ha desaparecido. Hace un mes estuve en la abadía
medieval de Praglia, cerca de Padua, para visitar un monje anciano. Quizás
algunos conocen la película francesa “De hombres y dioses” (2011) que relata la
historia de monjes trapenses en Argelia, asesinados en 1990.
En el siglo XVI, pleno renacimiento, Ignacio de Loyola
redactó un pequeño
libro, considerado uno de los más importantes de la espiritualidad católica. Lo
llamó “Ejercicios Espirituales” y en él compendia una metodología del
conocimiento de sí a la luz del conocimiento de Jesucristo.
La metodología que propone es la meditación. No como fin en sí mismo sino como
manera de “sentir y gustar internamente”. Meditar no consiste en llenarse la
cabeza de ideas ni dejar que la mente divague. No busca dejar la mente en
blanco ni alcanzar un limbo o nirvana que alimente el peligroso narcisismo.
En cada meditación se avanza siguiendo el camino de Jesucristo, intentando
sentir: a veces dolor, otras veces alegría, los pasos de su vida. La
metodología de la meditación se apoya en la imaginación. Esta práctica posee
una enorme potencialidad. En el siglo XX el francés Robert Désoille profundizó
esta práctica conocida como “rêve éveillé”.
El camino de la imagen introduce a quien medita en un continuo vaivén: salir de
mis vueltas, idas y venidas, para ponerme ante Cristo, el Hombre Nuevo. Tan
humano como mi frágil humanidad pero tan poderoso como para regalarme su soplo
resucitador. No es para evadirme sino para renovarme desde el caracú, no sólo
la superficie de la vida.
A esta meta no llegamos en un día. Decía sabiamente San Agustín al relatar sus
angustiosas búsquedas: “tú estabas conmigo pero yo no estaba contigo”. Meditar
es aprender a romper caretas.
Necesitamos vivir desde adentro, para no convertirnos en títeres cumpliendo
roles. La vida agitada requiere compensar el trajín diario con tiempos de
meditación u oración que permitan conocer nuestros abismos. “El abismo llama al
abismo, tus torrentes y tus olas me han arrollado” dice un Salmo. El despeñarse
de los torrentes simboliza la aflicción interior.
Reconocer estas vivencias internas que son parte de nuestra existencia concreta
nos abre un camino de paz, que no es huida sino conjunción de opuestos. Los
frutos del hábito de la meditación podrían resumirse en estas palabras del
salmo 130: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no
pretendo grandezas que superen mi capacidad; sino que acallo y modero mis
deseos, como un niño en brazos de su madre”.
Cuando estamos tentados de un masaje al ego y caer en el pecado capital de la
soberbia, la meditación ayuda a encontrar el límite y la medida de todo lo
humano. Pero nuestro límite no es desesperante; está sustentado y envuelto por una
presencia maternal.
Publicado en Diario Cambio (Salto) 17 marzo de 2017.
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