Por Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP
“El Cielo, por sí sólo, es una enorme manifestación de la bondad de Dios, un riquísimo tesoro de felicidad”
[...] “Soy demasiadamente grande, y mi destino por demás noble, para que yo me torne esclavo de mis sentidos”. Esta fue la conclusión a la cual llegó Séneca por mera elaboración filosófica, sin tener la menor revelación de algo análogo a la Transfiguración del Señor. En el Tabor, Jesucristo va mucho más allá: en su divina didáctica, nos pone en conocimiento de una parte de su gloria en los reflejos de la claridad propia a su cuerpo después de la Resurrección. Pálida imagen de lo que veremos en el Cielo, como fruto de los méritos de su Pasión, de los fulgores de su visión beatífica y de la unión hipostática. Como objetivo inmediato, Él quiso fortalecer a sus discípulos para que asumieran con heroísmo las tristes vicisitudes de su Pasión y Muerte, al margen de la manifestación de su divinidad. Sin embargo, no era ajeno a sus divinos designios, dejar consignado para la Historia cuales son las verdaderas y reales alegrías reservadas a los justos post mortem.
En contraposición, el demonio, el mundo y el pecado nos prometen felicidad con aires de absoluto. Mientras tanto, su fruición es casi siempre fugaz y seguida de amargas frustraciones; sumado que, al término de esta vida seremos lanzados en el fuego eterno como castigo, si no hubo de nuestra parte un verdadero arrepentimiento, propósito de enmienda y la obtención del perdón de Dios.
En el Tabor la voz del Padre proclama: “Oídlo”. Esta recomendación se dirige sobre todo a nosotros, bautizados, pues somos hijos adoptivos de Dios y, por lo tanto, ya pasamos por una inmensa transformación cuando ascendimos al orden sobrenatural, dejando de ser exclusivamente puras creaturas. No obstante, cuando penetremos en el orden de la gloria, se dará otra transformación, pues seremos como Él lo es ahora. [...] El Cielo, por sí sólo, es una enorme manifestación de la bondad de Dios, un riquísimo tesoro de felicidad que Él nos promete y un poderoso estímulo para aceptar con amor las cruces durante nuestra existencia terrena. Confiemos en esta promesa en base a las garantías de la Transfiguración del Señor y pidamos a la Santísima Virgen que bondadosamente, nos auxilie con los medios sobrenaturales para llegar incólumes, decididos y seguros al buen puerto de la eternidad: el Cielo.
(Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP “Lo inédito sobre los Evangelios”,
Tomo I, Librería Editríce Vaticana).“El Cielo, por sí sólo, es una enorme manifestación de la bondad de Dios, un riquísimo tesoro de felicidad”
[...] “Soy demasiadamente grande, y mi destino por demás noble, para que yo me torne esclavo de mis sentidos”. Esta fue la conclusión a la cual llegó Séneca por mera elaboración filosófica, sin tener la menor revelación de algo análogo a la Transfiguración del Señor. En el Tabor, Jesucristo va mucho más allá: en su divina didáctica, nos pone en conocimiento de una parte de su gloria en los reflejos de la claridad propia a su cuerpo después de la Resurrección. Pálida imagen de lo que veremos en el Cielo, como fruto de los méritos de su Pasión, de los fulgores de su visión beatífica y de la unión hipostática. Como objetivo inmediato, Él quiso fortalecer a sus discípulos para que asumieran con heroísmo las tristes vicisitudes de su Pasión y Muerte, al margen de la manifestación de su divinidad. Sin embargo, no era ajeno a sus divinos designios, dejar consignado para la Historia cuales son las verdaderas y reales alegrías reservadas a los justos post mortem.
En contraposición, el demonio, el mundo y el pecado nos prometen felicidad con aires de absoluto. Mientras tanto, su fruición es casi siempre fugaz y seguida de amargas frustraciones; sumado que, al término de esta vida seremos lanzados en el fuego eterno como castigo, si no hubo de nuestra parte un verdadero arrepentimiento, propósito de enmienda y la obtención del perdón de Dios.
En el Tabor la voz del Padre proclama: “Oídlo”. Esta recomendación se dirige sobre todo a nosotros, bautizados, pues somos hijos adoptivos de Dios y, por lo tanto, ya pasamos por una inmensa transformación cuando ascendimos al orden sobrenatural, dejando de ser exclusivamente puras creaturas. No obstante, cuando penetremos en el orden de la gloria, se dará otra transformación, pues seremos como Él lo es ahora. [...] El Cielo, por sí sólo, es una enorme manifestación de la bondad de Dios, un riquísimo tesoro de felicidad que Él nos promete y un poderoso estímulo para aceptar con amor las cruces durante nuestra existencia terrena. Confiemos en esta promesa en base a las garantías de la Transfiguración del Señor y pidamos a la Santísima Virgen que bondadosamente, nos auxilie con los medios sobrenaturales para llegar incólumes, decididos y seguros al buen puerto de la eternidad: el Cielo.
Texto completo en: Comentario al Evangelio del II Domingo de Cuaresma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario