En cierto sentido todos somos Zaqueos. Viviendo aquí en estado de prueba,
Nuestro Señor puede pasar frente a nosotros y llamarnos en cualquier momento,
sirviéndose de una lectura, una conversación, una predicación, o quizá por
medio de una moción interior de la gracia.
¿Cómo responderíamos si Él nos dijera, como al publicano: “baja pronto, porque
hoy tengo que alojarme en tu casa”? “¿Sabremos imitar la generosidad de Zaqueo
y, adelantándonos a la amonestación del Señor, responderle con espontánea
prontitud: en adelante, quiero firmemente no pecar más?”.
Todo dependerá de la admiración que hayamos tenido.
El camino de la conversión del publicano, narrado en este pasaje del Evangelio,
comenzó con un mero sentimiento de curiosidad por aquel Hombre del cual tanto
había oído hablar. Pero, por acción de la gracia, enseguida se transformó en
deseo de conocerlo, hablarle y estar con Él,
dando inicio al proceso que habría
de convertirlo en verdadero “hijo de Abrahán”.
También nosotros debemos reaccionar como Zaqueo, huyendo de las multitudes y
trepando al “árbol de la admiración” para contemplar mejor al divino Maestro.
Porque quien esté impulsado por un genuino arrobamiento escucha la palabra del
Señor, observa sus preceptos y encara todas las dificultades para seguirlo
hasta el fin.
Sería arduo evaluar qué tan profundas son las consecuencias de ese girar con
admiración hacia lo superior, si no fuera porque Santo Tomás de Aquino nos lo
enseñó: “Lo primero que entonces le ocurre pensar al hombre [que llega al uso
de razón] es deliberar acerca de sí mismo. Y si en efecto se ordenare a sí
mismo al fin debido, conseguirá por la gracia la remisión del pecado original”.
¡O sea, se derraman sobre él los mismos efectos del Bautismo sacramental!
Tan atrevida afirmación del Doctor Angélico es analizada en profundidad por
Garrigou-Lagrange, según el cual, si un niño no bautizado y educado entre los
infieles, cuando llega al pleno uso de razón ama eficazmente “el bien honesto
más que a sí mismo”, estará justificado. ¿Por qué? Porque de ese modo ama
eficazmente a Dios, autor de la naturaleza y Soberano Bien, confusamente
conocido; amor eficaz que en el estado de caída no es posible a no ser por la
gracia, que eleva y cura.
En efecto, en la admiración por el bien el hombre se hace semejante al objeto
de su encanto; por el contrario, al cerrarse sobre sí mismo, creyendo que
encuentra en ello la felicidad, queda con el alma henchida de amargura,
tristeza y frustración, pues la desvía de su finalidad suprema que es Dios.
“Nos hiciste, Señor, para Ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que
repose en Ti”, enseña el gran San Agustín.
A través de la admiración por los reflejos del Creador, a ejemplo de María,
Madre de todas las admiraciones, nos identificaremos mejor con Jesús, modelo
perfectísimo de todos los hombres. Así, la salvación habrá entrado en nuestra
casa, por la puerta de la admiración.
(Mons. João Scognamiglio CLA DIAS, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Librería
Editrice Vaticana).
Para leer el artículo completo en Comentario al Evangelio — Domingo 31º del Tiempo Ordinario
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