por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
[...] Sentencia de Jesús“En el momento de entrar en el templo, los dos personajes, aun perteneciendo a categorías religiosas y sociales distintas, eran muy semejantes entre sí. En el momento de salir, aquellos dos personajes son radicalmente distintos. Uno estaba ‘justificado’, esto es, era justo, perdonado, estaba en paz con Dios, había sido hecho criatura nueva; el otro
ha permanecido el que era al inicio, es más, quizás hasta ha empeorado su posición ante Dios. Uno ha obtenido la salvación, el otro no”.
Mucha atención: aquí se trata de una sentencia proferida por el Juez infalible y soberano, el propio Hijo de Dios, que no pocas veces difiere de los hombres. Si se nos pidiera elegir, sin las luces de la gracia, a uno de los apóstoles para convertirse en el primer Pontífice de la Santa Iglesia, no sería descabellado imaginar que a unos los tacharíamos de pretenciosos, a otros de poco activos, y al mismo Pedro de exagerado e imprudente; quizá habríamos elegido a Judas antes de su traición, a causa de su gran discreción, seguridad y habilidad financiera, tanto más cuando llegó a criticar a la Magdalena por derrochar dinero en perfumes para el Maestro, cuando había entonces muchos pobres y necesitados. Esto nos permite entender lo que sería de la Iglesia misma si el Espíritu Santo no la dirigiera, y lo que será de nosotros si no nos sometemos a sus inspiraciones.
La humildad llevó un ladrón al cielo
La liturgia de hoy puede ser muy útil para un provechoso examen de conciencia: ¿hasta dónde somos humildes como el publicano? Sea cual sea el resultado de dicho examen, recordemos: “La humildad llevó a un ladrón al cielo antes que a los apóstoles. Pues si la humildad unida a los delitos es capaz de tanto, ¿qué no podría si se uniera a la justicia? Y si la soberbia es capaz de estropear a la justicia, ¿qué no conseguirá si se alía con el pecado?”.
(Mons. João Scognamiglio CLÁ DIAS, EP in “Lo inédito sobre los Evangelio” Librería Edicitrice Vaticana).
Leer el artículo completo en: Comentario al Evangelio – XXX Domingo del Tiempo Ordinario
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