Redacción (Lunes, 20-08-2018, Gaudium Press)
Considerando la crisis religiosa y la confusión de doctrinas que imperan en el
mundo actual, una y otra vez, aquellos que buscan vivir su fe arraigados en
Cristo y su Iglesia son injustamente confundidos como fundamentalistas.
Presentamos pues, como reflexión, algunas consideraciones del Papa emérito
Benedicto XVI, pronunciadas en la homilía de la misa Pro Eligendo Romano
Pontifice 1, el 18 de abril de 2005, tras el fallecimiento de San Juan Pablo
II.
En esa ocasión, el entonces Cardenal Ratzinger dijo que hay una "medida de
la plenitud de Cristo", "a la que estamos llamados a llegar para ser
realmente adultos en la fe", pues no podemos permanecer niños en posesión
de esa virtud. Y añadió:
"¿En qué consiste ser niños en la fe? San Pablo
responde: significa ser llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento
de doctrina... (Ef 4, 14)".
En la misma homilía, el futuro Papa Benedicto XVI demostró su afirmación:
¡Cuántos vientos de doctrina hemos
conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!,
¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos
cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al
otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo
radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al
sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san
Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a
error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia,
a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo.
Al mismo tiempo, con mucha perspicacia detectó la filosofía que lleva a algunos
a proferir esa etiqueta peyorativa:
Mientras que el relativismo, es decir,
dejarse "llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina", parece
ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una
dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como
última medida sólo el propio yo y sus antojos.
Ahora, ¿cuál será la medida definitiva que un cristiano debe utilizar para
distinguir la Verdad del error, sobre todo cuando se depara con esa dictadura
del relativismo, la cual califica como fundamentalistas a aquellos que poseen
una fe clara conforme al Credo de la Iglesia? El que sería el sucesor de Juan
Pablo II prosigue
Nosotros, en cambio, tenemos otra medida:
el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo.
No es "adulta" una fe que sigue las olas de la moda y la última
novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con
Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para
discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Debemos
madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe. Esta fe
-sólo la fe- crea unidad y se realiza en la caridad.
Guardemos estas sabias consideraciones pues en sentido opuesto a la
"dictadura del relativismo", hay una exigencia para todo católico de
tener los 'fundamentos' de su casa puestos en un lugar firme y seguro: la Santa
Iglesia Católica. A ella, como enseña la Constitución Dei Verbum del Concilio
Vaticano II, le fue confiado "un solo depósito sagrado de la palabra de
Dios", constituido por la "Sagrada Tradición (...) y la Sagrada
Escritura" (DV 10) 2. Cuyo encargo de interpretarlas auténticamente
"ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya
autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente,
no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que
le ha sido confiado" (DV 10). En esta unidad que el Espíritu Santo
estableció entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de
la Iglesia, existe una reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de
manera independiente (Cf. DV 10).
En síntesis: las verdades de la Fe católica no pueden ser transmitidas a lo
largo de los siglos en su integridad y pureza apostólicas, sin esos tres cimientos.
De lo contrario la casa cae como en la parábola del Evangelio (Lc 6, 49).
Tierras sin fundamentos o arenas movedizas no son buenas para construir. ¿Lo
sabrán los relativistas?
Por José Manuel Jiménez