[...] Conclusión
“Soy yo demasiado grande y mi destino demasiado noble para que me constituya en esclavo de mis sentidos”. A esa conclusión llegó Séneca por la mera elaboración filosófica, sin haber tenido la menor revelación acerca de nada análogo a la Transfiguración del Señor.
En el Tabor, Jesucristo va muchísimo más allá:
con su divina pedagogía, nos hace conocer una parte de su gloria en los reflejos de la claridad propia a su cuerpo después de la resurrección. Pálido ejemplo de lo que veremos en el cielo, como fruto de los méritos de su Pasión, de los fulgores de su visión beatífica y de la unión hipostática. Como objetivo inmediato, quiso fortalecer a sus discípulos para que asumieran con heroísmo las tristes pruebas de su Pasión y Muerte, al margen de la manifestación de su divinidad. Pero no estaba ajeno a sus designios divinos el dejar consignado para la Historia cuáles son las verdaderas y reales alegrías reservadas a los justos post mortem.
En contrapartida, el demonio, el mundo y el pecado nos prometen alegrías con aires de absoluto. No obstante, su goce casi siempre es fugaz y seguido por una amarga frustración; además, al término de esta vida seremos arrojados en el fuego eterno como castigo, si acaso no existió de parte nuestra un arrepentimiento verdadero, propósito de enmienda y la obtención del perdón de Dios.
En el Tabor la voz del Padre proclama: “escuchadle”. Esta recomendación se dirige sobre todo a nosotros, bautizados, puesto que somos hijos adoptivos de Dios, y por lo mismo, ya pasamos por una inmensa transformación cuando ascendimos al orden sobrenatural, dejando de ser exclusivamente puras criaturas. Sin embargo, cuando penetremos en el orden de la gloria se dará otra transformación, ya que seremos como él es ahora. Es para llegar allá que Cristo nos invita a acometer las asperezas de los primeros pasos en el camino de la virtud, para que a continuación la paz de alma nos sostenga, y finalmente seamos transfigurados en lo alto del Tabor eterno.
El Cielo, por sí solo, es una enorme manifestación de la bondad de Dios, un riquísimo tesoro de felicidad prometido por él y un poderoso estímulo para aceptar con amor las cruces durante nuestra existencia terrenal. Confiemos en esa promesa basándonos en las garantías de la Transfiguración del Señor y pidamos a la Madre de la Divina Gracia que bondadosamente nos preste auxilio con los recursos sobrenaturales, para llegar incólumes, decididos y seguros al buen puerto de la eternidad: el Cielo.
(Fuente: Revista Heraldos del Evangelio, Febrero/2008, n. 55, p. 10).
Texto completo en: Comentario a la Fiesta de la Transfiguración del Señor por Mons. João S. Clá Dias, EP
“Soy yo demasiado grande y mi destino demasiado noble para que me constituya en esclavo de mis sentidos”. A esa conclusión llegó Séneca por la mera elaboración filosófica, sin haber tenido la menor revelación acerca de nada análogo a la Transfiguración del Señor.
En el Tabor, Jesucristo va muchísimo más allá:
con su divina pedagogía, nos hace conocer una parte de su gloria en los reflejos de la claridad propia a su cuerpo después de la resurrección. Pálido ejemplo de lo que veremos en el cielo, como fruto de los méritos de su Pasión, de los fulgores de su visión beatífica y de la unión hipostática. Como objetivo inmediato, quiso fortalecer a sus discípulos para que asumieran con heroísmo las tristes pruebas de su Pasión y Muerte, al margen de la manifestación de su divinidad. Pero no estaba ajeno a sus designios divinos el dejar consignado para la Historia cuáles son las verdaderas y reales alegrías reservadas a los justos post mortem.
En contrapartida, el demonio, el mundo y el pecado nos prometen alegrías con aires de absoluto. No obstante, su goce casi siempre es fugaz y seguido por una amarga frustración; además, al término de esta vida seremos arrojados en el fuego eterno como castigo, si acaso no existió de parte nuestra un arrepentimiento verdadero, propósito de enmienda y la obtención del perdón de Dios.
En el Tabor la voz del Padre proclama: “escuchadle”. Esta recomendación se dirige sobre todo a nosotros, bautizados, puesto que somos hijos adoptivos de Dios, y por lo mismo, ya pasamos por una inmensa transformación cuando ascendimos al orden sobrenatural, dejando de ser exclusivamente puras criaturas. Sin embargo, cuando penetremos en el orden de la gloria se dará otra transformación, ya que seremos como él es ahora. Es para llegar allá que Cristo nos invita a acometer las asperezas de los primeros pasos en el camino de la virtud, para que a continuación la paz de alma nos sostenga, y finalmente seamos transfigurados en lo alto del Tabor eterno.
El Cielo, por sí solo, es una enorme manifestación de la bondad de Dios, un riquísimo tesoro de felicidad prometido por él y un poderoso estímulo para aceptar con amor las cruces durante nuestra existencia terrenal. Confiemos en esa promesa basándonos en las garantías de la Transfiguración del Señor y pidamos a la Madre de la Divina Gracia que bondadosamente nos preste auxilio con los recursos sobrenaturales, para llegar incólumes, decididos y seguros al buen puerto de la eternidad: el Cielo.
(Fuente: Revista Heraldos del Evangelio, Febrero/2008, n. 55, p. 10).