Todo lo que ha sido creado por Dios, en el
cielo y en la tierra, es ordenado y sabio. ¡Qué caótico sería nuestro planeta
si desde él pudiéramos avistar muchos soles y unas pocas estrellas! Las cosas
muy importantes son escasas y en torno a ellas se organizan las menores para
que cada una cumpla su finalidad.
Bajo ciertos aspectos, como el sol
entre las estrellas, así es el profeta entre los hombres. Y del mismo modo que
el astro rey rompe la hegemonía de las tinieblas, el profeta rompe el
unanimismo de su tiempo, iluminando el verdadero camino y alertando acerca de
los falsos.
Con ese fin, es elegido directamente
por Dios para que sea el depositario de todos sus planes, pues “nada hace el
Señor sin haber revelado su designio a sus servidores los profetas” (Am 3, 7).
Por lo tanto, Dios instruye al profeta, éste guía al pueblo y de esta forma el
Señor gobierna la Historia. Por eso el profeta es temido por el demonio y
también odiado por el mundo, porque condena los desenfrenos de los hombres al
recordarles los preceptos divinos. Así pues, el profeta está marcado por el
sello del dolor, de la ingratitud y de la persecución, pero sobre todo camina
bajo el signo de la lucha, de la fidelidad y del heroísmo. Vive exclusivamente
para Dios, en función de Dios y por esta razón sólo de Dios recibe su paga: un
premio abundante (cf. Gén 15, 1). Sin embargo, únicamente después de su paso
por este mundo, ya en la eternidad, recibirá la glorificación, la cual también
repercute en la tierra.
Aunque la persecución acompañe al
profeta, no se puede considerar como tal a cualquier hombre controvertido. En
efecto, el profeta es, ante todo, un elegido del Altísimo; de ahí que San Juan
recomiende: “no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus
vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo” (1 Jn 4, 1).
Los evangelistas (cf. Mt 7, 15; 24, 11; Lc 6, 26; Mc 13, 22) advierten de que
los “falsos profetas” realizarían eventualmente portentosos prodigios; no
obstante, el Señor no deja de hacer fracasar tales “signos” y de poner en
ridículo y denunciar a sus agoreros (cf. Is 44, 25), ya que se atribuyen una
misión divina que no poseen: serán víctimas ellos mismos de sus propias
intrigas (cf. Jer 14, 14-15; Ez 13, 1-3), atrayendo sobre sí “una rápida
perdición” (2 Pe 2, 1). En consecuencia, por sus frutos encontraremos a los
verdaderos enviados de Dios (cf. Mt 7, 16), puesto que Él siempre hace conocer
a los suyos.
Tal es la grandiosidad de la vocación
del profeta, aquel con quien Dios se hace uno. Mera criatura humana que en la
Cruz se une a Nuestro Señor Jesucristo, el Profeta Absoluto, y como
contrapartida Dios habla por su boca, irradiando sabiduría como una neblina que
cubre el orbe entero (cf. Eclo 24, 6). Roca divisoria en medio del río, rumbo y
luz en las tempestades del mar oscuro, firme torre erguida entre las ruinas de
la llanura, el profeta es una sagrada trompeta de oro, en la cual sopla —desde
lo alto del Cielo— el Espíritu Santo, y hace que resuene en toda la tierra la
voz del propio Dios.
*Heraldos del Evangelio