Monseñor Joao S. Clá Dias, EP |
Si no somos cuidadosos en combatir la tendencia al egoísmo y a la mediocridad, manifestada por los nazarenos en esta ocasión, tendremos dificultad en admitir y admirar los valores ajenos. Por eso, debemos ejercitarnos en la virtud del desprendimiento de nosotros mismos. Y el mejor medio para ello consiste en siempre reconocer los puntos por los cuales el prójimo es superior a nosotros, deseando admirarlo y estimularlo. La admiración debe ser para nosotros un hábito permanente. Y, si observamos en nosotros alguna
superioridad real, debemos, sin jamás jactarnos, utilizarla para ayudar a los demás. Es la invitación siempre actual a la virtud de la humildad.
A propósito, dice la Iglesia, en la Oración del día: "Oh Dios, que por la humillación de tu Hijo, levantaste al mundo decaído...". Así como Dios actuó en relación al mundo, debemos proceder en relación a todos cuantos nos son inferiores a algún título. Cristo se tomó de compasión por la humanidad y, teniendo siempre el alma en la visión beatífica, asumió una carne sufriente por amor a los hombres.
El plan de Dios con el instinto de sociabilidad
Este es el gran plan de Dios para la sociedad humana: al crear a los hombres con el instinto de sociabilidad tan arraigado, tuvo en vista proporcionarles la posibilidad de unos ayudar a los otros, en la admiración recíproca de los dones recibidos, de manera que, sobrepasando comparaciones y envidias, cada cual culmine en el deseo de servir y alabar aquello que le es superior.
De estas verdades nace una importante consecuencia: el perdón, fruto de la caridad. En caso de que alguien nos ofenda, debe pronto brotar del fondo de nuestro corazón un perdón multiplicado por el perdón. Así actuando, daremos nuestra contribución para tener una sociedad en la que todos se perdonan mutuamente, pues sin cesar unos quieren elevar a los demás.
Este es uno de los modos más sapienciales de practicar el amor a Dios en relación a nuestro prójimo: queriendo que éste se eleve siempre más en la virtud y rindiendo nuestra admiración y alabanza a sus cualidades.
Una sociedad constituida con base en este principio extraído del Evangelio eliminaría tantos horrores de hoy día, y se volvería la más feliz que pueda existir en este valle de lágrimas al hacer que todos se unan en función del amor a Dios.
Cuando esa sociedad se haga realidad, bien podrá ser denominada Reino de María, pues estará penetrada por la bondad del Sapiencial e Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Reino en el cual la Santísima Virgen comunicará a todos una participación en el supremo instinto materno que Ella tiene por cada uno de nosotros. [8] Y allí comprenderemos completamente lo que Ella misma dijo en Fátima: "¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!".
(Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP in “Lo inédito sobre los Evangelios”, Volumen II, Librería Editrice Vaticana)
[8] Cf. SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT. Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.144. In: Œuvres complètes. Paris: Seuil, 1966.
Texto completo en: Comentario al Evangelio del 14° Domingo del Tiempo Ordinario-Ciclo B – por Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP
* Fundador de los Heraldos del Evangelio