Por
Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP.
El Miércoles de Ceniza se inician los cuarenta días que anteceden a la Semana
Santa, cuando la Iglesia nos habla de la necesidad del ayuno y de la penitencia
como medios para mejor combatir los vicios, por la mortificación del cuerpo, y
propiciar la elevación de la mente a Dios.
De forma convincente, la liturgia del Miércoles de Ceniza nos recuerda también
nuestra condición de mortales: “Recuerda, hombre, que eres polvo y al polvo has
de volver”, dice una de las dos fórmulas usadas por la Iglesia para la
imposición de las cenizas.
La consideración del pasaje de esta vida para la eternidad muchas veces nos
inquieta. Entretanto, tal pensamiento es altamente benéfico para compenetrarnos
de la necesidad de evitar el pecado que, sin el arrepentimiento y el inmerecido
perdón, podrá cerrarnos, para siempre, las puertas del Cielo: “Recuerda tu fin,
y jamás pecarás” (Eclo 7, 40).
En su segunda carta a los Corintios, San Pablo nos incentiva a vivir en la
gracia de Dios: “En nombre de Cristo, os rogamos: ¡reconciliaos con Dios!” (II
Cor, 5, 20). Y con toda razón, pues el pecado nos aleja de Dios, tornando
necesaria nuestra reconciliación con Él.
Solo la Adorable Sangre de Dios tendría mérito infinito para redimir el pecado original
y las ofensas cometidas por los hombres, desde Adán y Eva. La Encarnación de la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad, con su Pasión y Muerte en la cruz,
fue el medio escogido para restituir a la humanidad caprichosa la plena amistad
con Dios.
Si Jesús no hubiese asumido sobre sí la deuda contraída por nuestros pecados,
imposible sería nuestra reconciliación con Dios y tendríamos para siempre
cerradas las puertas del Cielo.
La Cuaresma es también tiempo de oración, cuya esencia, enseña el Catecismo, es
la “elevación de la mente a Dios”. Así, es posible a cualquiera permanecer en
oración inclusive durante los actos comunes de la vida, realizándolos con el
espíritu dirigido al Cielo.
Por tanto, para rezar no es preciso tomar la actitud descarada y orgullosa de
los fariseos. Debemos, al contrario, ser discretos en las manifestaciones
externas de nuestra piedad particular, evitando gestos o palabras que pongan en
realce nuestra propia persona.
Pero si a pesar de eso, nuestra devoción es notada por los otros, no debemos
perturbarnos, tranquilicémonos con esta enseñanza de San Agustín: “No hay
pecado en ser visto por los hombres, pero sí en proceder con la finalidad de
por ellos ser visto”.
La Iglesia nos presenta, por tanto,
el espíritu con que se debe vivir la
Cuaresma: no hacer buenas obras con vistas a obtener la aprobación de los
otros, no ceder al orgullo ni a la vanidad, sino procurar en todo agradar
solamente a Dios.
En el ayuno, en la oración o en la práctica de cualquier buena obra, no se
puede erigir como fin último el beneficio que de ahí pueda venirnos, pero sí la
gloria de Aquel que nos creó. Pues todo cuanto es nuestro -excepción hecha de
las imperfecciones, miserias y pecados- pertenece a Dios.
Y también nuestros méritos, pues es el propio Jesús quien afirma: ¡”Sin Mí,
nada podéis hacer”! (Jn 15, 5). Así, si tenemos la gracia de practicar un acto
bueno, debemos inmediatamente reportarlo al Creador, restituyéndole los
méritos, pues estos le pertenecen, y no a nosotros. “Quien se gloria, gloríese
en el Señor” (I Cor 1, 31), nos advierte el Apóstol.
Santa Teresa de Jesús así define la humildad: “Dios es la suma verdad, y la
humildad consiste en andar en la verdad, pues de gran importancia es no ver
cosa buena en sí mismo, pero sí la miseria y la nada”.
Reconozcamos los beneficios que Dios nos da y por ellos demos gracias, no
colocándonos jamás como objeto de esa alabanza, juzgando ser nosotros la fuente
de cualquier virtud o cualidad.
En esta Cuaresma, busquemos, más que la mortificación corporal, aceptar la
invitación que el Evangelio sabiamente nos hace, combatiendo el orgullo con
todas nuestras fuerzas. Solo estarán a la derecha de Nuestro Señor Jesucristo,
en el día del Juicio Final, aquellos que hubieren vencido al orgullo y al
egoísmo, reconociendo que “todo don precioso y toda dádiva perfecta viene de lo
alto” (St 1, 17).
Publicado por www.gaudiumpress.org
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