[...]El Evangelio de hoy expresa con mucha claridad la obligación de cuidar de nuestra vida espiritual no sólo por el deseo de la salvación personal. Sin duda, es menester que abracemos la perfección para contemplar al Creador cara a cara por toda la eternidad en el Cielo, el don más precioso que podamos obtener; y necesitamos ser virtuosos, porque lo exige la gloria de Dios, para eso hemos sido creados y rendiremos cuentas de ello. Sin embargo, el Señor también nos quiere santos con vistas a ser sal y luz para el mundo. Como sal, debemos esforzarnos en hacer el bien a los demás, porque tenemos la responsabilidad de hacerles la vida apacible, sosteniéndolos en la fe y en el propósito de honrar a Dios. Son merecedores de nuestro apoyo colateral, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Y seremos luz en la medida en que nos santifiquemos, porque las Escrituras enseñan: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz” (Mt 6, 22). De ese modo, nuestra diligencia, aplicación y celo en el cumplimiento de los Mandamientos servirá al prójimo de referencia, de orientación por el ejemplo, haciendo que se beneficie de las gracias que recibimos. Así, seremos acogidos por el Señor, el día del Juicio, con estas consoladoras palabras: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Por el contrario, si somos orgullosos, egoístas o vanidosos, si solamente nos preocupamos en llamar la atención sobre nosotros, significa que nos hemos vuelto sal sin sabor que ya no sala más, y privamos a los demás de nuestra ayuda; si somos perezosos, significa que hemos apagado la luz de Dios en nuestras almas y no damos la iluminación que muchas personas necesitan para ver con claridad el camino a seguir. Y debemos prepararnos para oír la terrible condenación de Jesús: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de éstos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”.
En definitiva, tanto la sal que no sala como la luz que no alumbra son fruto de la falta de integridad. El discípulo, para que sea sal y para que sea luz, debe ser un reflejo fiel de lo Absoluto, que es Dios, y, por lo tanto, no ceder nunca al relativismo, viviendo en la incoherencia de ser llamado a representar la verdad y hacerlo de manera ambigua y vacilante. Si así procedemos, nuestro testimonio de nada vale y nos convertimos en sal que sólo sirve “para tirarla fuera y que la pise la gente”. El que convence es el discípulo íntegro que refleja en su vida la luz que el Salvador de los hombres ha traído.
Pidamos, entonces, a la Auxiliadora de los Cristianos que haga de cada uno de nosotros verdaderas antorchas que arden en la auténtica caridad y alumbran para llevar la luz de Cristo hasta los confines de la tierra.
(CLA DIAS EP, Monseñor João Scognamiglio in “Lo inédito sobre los Evangelios” Tomo I, Librería Editrice Vaticana).
Texto completo en: Comentarios al Evangelio V Domingo del Tiempo Ordinario
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