Por
Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP.
Desde la Antigua Ley, la persona del sacerdote es
cercada de una dignidad que requiere vida ejemplar. Así, en el Libro del
Levítico, encontramos un doble apelo a la santidad. De un lado, a las órdenes
de Dios, Moisés exhorta al pueblo de Israel a buscar la perfección: "Habla
a toda la comunidad de los israelíes y les dice: Sed santos, porque Yo, el
Señor vuestro Dios, soy santo" (Lv 19, 1). Pero a los sacerdotes la
santidad es exigida con más razón, porque son ellos quienes ofrecen los
sacrificios, haciendo el papel de intermediarios entre Dios y el pueblo.
Presentarse manchado por el pecado delante del Altísimo, para ejercer el ‘munus'
sacerdotal, sería una ofensa al Creador. "Los sacerdotes
[...] serán
santos para su Dios y no profanarán su nombre, porque ofrecen al Señor los
sacrificios consumidos por el fuego, el pan de su Dios. Serán santos" (Lv
21, 5-6).
Y dado que el Antiguo Testamento es figura del Nuevo, se comprende la necesidad
de que, en la Nueva Alianza, la santidad alcance un grado mucho mayor. Esto
trasparece de la teología tomista, la cual nos presenta el ministro ordenado
como habiendo sido elevado a una dignidad regia, en medio de los otros fieles
de Cristo, pues lo representa y, en diversas ocasiones, actúa in persona
Christi... imposible, por tanto, imaginarse título superior. Y como él es
llamado a ser mediador entre Dios y los hombres, además de guía de estos para las
cosas divinas, debe necesariamente serles superior en santidad, aunque todos
los bautizados sean también llamados a la perfección.
San Alfonso de Ligorio, en su obra La Selva, fundamentándose en la autoridad de
Santo Tomás, esboza la figura del sacerdote como aquel que, por su ministerio,
supera en dignidad a los propios Ángeles, y por eso está obligado a una mayor
santidad, dado su poder sobre el Cuerpo de Cristo. De donde, concluye el
fundador de los Redentoristas, la necesidad de una dedicación integral del
sacerdote a la gloria de Dios, de tal suerte que brille a los ojos del Señor en
razón de su buena consciencia y a los ojos del pueblo por su buena reputación.
Sobre eso además, recuerda la doctrina tomista la necesidad de los ministros
del Señor tener una vida santa: "In omnibus ordinibus requiritur sanctitas
vitæ". Deben, por tanto, sobre todo ellos, ser lo más posible semejantes
al propio Dios: "Sed perfectos así como vuestro Padre Celestial es
perfecto" (Mt 5, 48). Y prosigue:
Dice Dionisio: "Así como las más sutiles y más puras esencias, penetradas
por el influjo de los esplendores solares, derraman sobre los otros cuerpos, a
semejanza del Sol, su luz supereminente, así también, en todo ministerio
divino, nadie pretenda ser guía de los otros sin ser, en toda su manera de
comportarse, muy semejante a Dios". [...] Por eso, la santidad de vida es
requerida en el Orden [sacerdotal] como necesidad de precepto. Pero no para la
validez del sacramento.
Son conocidas las invectivas de Nuestro Señor contra los escribas y fariseos.
Lo que Jesús recriminaba a estos hombres, tan conocedores de la Ley, era
justamente el hecho de no vivir aquello que enseñaban. Pretendiendo aparecer a
los ojos de los otros como eximios cumplidores de los preceptos mosaicos, no
tenían recta intención, ni verdadero amor a Dios. Sus ritos externos no eran
acompañados por la compunción del corazón. Para que los sacerdotes de la Nueva
Alianza no caigan en el mismo desvío, conviene recordar el comentario a las
Sentencias de Pedro Lombardo, en que Santo Tomás afirma: "Aquellos que se
entregan a los ministerios divinos obtienen una dignidad regia y deben ser
perfectos en la virtud, conforme se lee en el Pontifical".
De ahí que en la homilía sugerida en el rito de ordenación presbiteral esté
incluida esta tocante exhortación: Tomad consciencia de lo que hacéis, y poned
en práctica lo que celebráis, de modo que, al celebrar el misterio de la muerte
y resurrección del Señor, os esforcéis por mortificar vuestro cuerpo, huyendo a
los vicios, para vivir una vida nueva.
La caridad de Cristo lo llevó a ofrecer la vida en holocausto en el patíbulo de
la Cruz, por la redención de la humanidad. También aquellos que son llamados a
ser mediadores entre Dios y los hombres, deben ejercer su ministerio por amor,
como enseña el Aquinate: Compete a los prelados de la Iglesia desear, en el
gobierno de sus subalternos, servir solamente a Cristo, por cuyo amor
apacientan sus ovejas, como dice San Juan (21, 15): "Si me amas, apacienta
mis ovejas". Les cabe también dispensar al pueblo las cosas divinas,
conforme se lee en 1 Cor 9, 17: "Es una misión que me fue impuesta";
bajo este punto de vista, son mediadores entre Cristo y el pueblo.
El sacerdote, por tanto, es llamado a un grado de santidad especial: "Por
el Orden sagrado, el clérigo es consagrado a los ministerios más dignos que
existen, en los cuales él sirve a Cristo en el Sacramento del altar, lo que
exige una santidad interior mucho mayor que la exigida en el estado
religioso".
También en el Concilio Vaticano II se advierte que los sacerdotes,
"imitando las realidades con que lidian, lejos de ser impedidos por los
cuidados, peligros y tribulaciones del apostolado, deben antes por ellos
elevarse a una santidad más alta". El ejercicio de su ‘munus' sacerdotal
será, pues, el mejor instrumento de santificación: "Crezcan en el amor de
Dios y del prójimo con el ejercicio de su deber cotidiano".
Para la santificación y eficacia del sacerdote, la gracia sacramental tiene un
papel determinante, pues le da oportunidad de recibir auxilios sobrenaturales
más intensos para cumplir su función de santificar las almas y, al mismo
tiempo, unirse de forma más íntima a Cristo Sacerdote, no solo
instrumentalmente, en consecuencia del carácter sacramental, sino
configurándose a Cristo por la caridad, de modo a poder decir con San Pablo:
"Ya no soy yo que vivo, es Cristo que vive en mi" (Gl 2, 20).
(in CLÁ DIAS, João. A Santidade do
sacerdote à luz de São Tomás de Aquino. in: LUMEN VERITATIS. São Paulo:
Associação Colégio Arautos do Evangelho. n. 8, jul-sept 2009. p. 11-14.)
Se autoriza su publicación desde que se cite el autor.
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