por Plinio
Corrêa de Oliveira
En uno de sus artículos escritos
para el diario “Folha de São Paulo” del 3.12.1976, Plinio Corrêa de Oliveira procura
concederse un descanso ante la creciente agitación que ya se apoderaba del
mundo moderno. ¿Cómo? Tejiendo un himno de amor a la santidad del Papado, a
propósito de la elección providencial de San Fabián al Trono de Pedro.
La polución en todas sus formas continúa siendo un problema actual. Tengo en vista aquí más especialmente la polución moral inherente a la vertiginosa decadencia de las costumbres, y la polución mental provocada por la agitación de la vida moderna. (…)
Una excursión al pasado
¿Cuál es el medio para huir de eso? Una excursión, por ejemplo, o la audición de algunos bellos discursos, o la lectura de una novela contentan a algunos. Hay quienes se satisfacen con menos, es decir, con la ingestión de cualquier comprimido que favorezca la evasión hacia las profundidades de sueños insondables. Entre tantos recursos descontaminantes, también existe la excursión a las extensas regiones del pasado, o sea, la lectura de narraciones históricas. En la cumbre de éstas se encuentra la leyenda, con el encanto de su levedad, de su simbolismo, de su esplendor.
Para decepción de la mayoría y el posible contento de unos pocos, es un viaje al pasado que propongo este fin de semana. No al pasado histórico, sino al pasado legendario, tan amplio, tan bello, que por algunos lados parece tocar en la propia eternidad. Acabo de leer un cuento tomado más o menos al azar en la Légende Dorée, de Jacques de Voragine. ¿Quieres viajar conmigo a las regiones etéreas de este cuento, lector?
De un simple paseo a la mayor de las dignidades
Fabián era un simple romano como cualquier otro. Un “hombre de la calle”, como se diría hoy. Y ávido de noticias como son en todos los tiempos sus congéneres.
Ahora bien, había en Roma una gran novedad aún reciente: había muerto el Papa. Y estaba siendo gestionada una novedad aún mayor: iba a ser escogido por el pueblo el nuevo Pontífice. Nuestro “hombre de la calle”, siguiendo la costumbre, salió de casa y se juntó a la multitud reunida para la augusta elección (1). Fabián creía haber llegado atrasado, es decir, tan sólo a tiempo de conocer el resultado.
Y éste llegó muy diferente de lo que Fabián podía imaginar. De lo alto del Cielo bajó una paloma de una albura esplendorosa y posó sobre su cabeza. Por ese hecho tan simbólico, el Espíritu Santo dejaba claro que designaba a Fabián. La multitud, piadosamente entusiasmada, lo eligió Papa. Y Fabián, que había salido a la calle a pasear, se vio así elevado a la dignidad inigualable de sucesor de aquél de quien el Salvador dijo: Tu eres Piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt. 16, 18). Y a partir de ese momento la “solicitud de todas las iglesias” (2 Cor. 11, 28) pasó a ser la única preocupación y la única actividad de su vida.
Suma veneración por los mártiresLa polución en todas sus formas continúa siendo un problema actual. Tengo en vista aquí más especialmente la polución moral inherente a la vertiginosa decadencia de las costumbres, y la polución mental provocada por la agitación de la vida moderna. (…)
Una excursión al pasado
¿Cuál es el medio para huir de eso? Una excursión, por ejemplo, o la audición de algunos bellos discursos, o la lectura de una novela contentan a algunos. Hay quienes se satisfacen con menos, es decir, con la ingestión de cualquier comprimido que favorezca la evasión hacia las profundidades de sueños insondables. Entre tantos recursos descontaminantes, también existe la excursión a las extensas regiones del pasado, o sea, la lectura de narraciones históricas. En la cumbre de éstas se encuentra la leyenda, con el encanto de su levedad, de su simbolismo, de su esplendor.
Para decepción de la mayoría y el posible contento de unos pocos, es un viaje al pasado que propongo este fin de semana. No al pasado histórico, sino al pasado legendario, tan amplio, tan bello, que por algunos lados parece tocar en la propia eternidad. Acabo de leer un cuento tomado más o menos al azar en la Légende Dorée, de Jacques de Voragine. ¿Quieres viajar conmigo a las regiones etéreas de este cuento, lector?
De un simple paseo a la mayor de las dignidades
Fabián era un simple romano como cualquier otro. Un “hombre de la calle”, como se diría hoy. Y ávido de noticias como son en todos los tiempos sus congéneres.
Ahora bien, había en Roma una gran novedad aún reciente: había muerto el Papa. Y estaba siendo gestionada una novedad aún mayor: iba a ser escogido por el pueblo el nuevo Pontífice. Nuestro “hombre de la calle”, siguiendo la costumbre, salió de casa y se juntó a la multitud reunida para la augusta elección (1). Fabián creía haber llegado atrasado, es decir, tan sólo a tiempo de conocer el resultado.
Y éste llegó muy diferente de lo que Fabián podía imaginar. De lo alto del Cielo bajó una paloma de una albura esplendorosa y posó sobre su cabeza. Por ese hecho tan simbólico, el Espíritu Santo dejaba claro que designaba a Fabián. La multitud, piadosamente entusiasmada, lo eligió Papa. Y Fabián, que había salido a la calle a pasear, se vio así elevado a la dignidad inigualable de sucesor de aquél de quien el Salvador dijo: Tu eres Piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt. 16, 18). Y a partir de ese momento la “solicitud de todas las iglesias” (2 Cor. 11, 28) pasó a ser la única preocupación y la única actividad de su vida.
Aquellos tiempos remotos se asemejaban de algún modo a los nuestros. La Iglesia tenía adversarios poderosos e implacables. La sangre de los mártires corría a los torrentes en toda la vastedad del Imperio Romano. También hoy la Iglesia tiene enemigos poderosos. Y por toda parte los católicos también son perseguidos. Es verdad que los adversarios de hoy (…) no son tan brutales como los de otrora. Persiguen con la sonrisa hipócrita en los labios y la mano extendida para la colaboración dolosa. (…) Hipocresía o brutalidad son accidentes. En esencia, el odio es el mismo.
Fabián, lleno de veneración por los mártires, comenzó su Pontificado enviando por todo el Imperio siete diáconos y siete subdiáconos, para que recogiesen por toda parte las actas de los martirios. Hombre previdente, quería así legar para la posteridad estas narraciones de una heroicidad sin igual, escritas por la sangre de los hombres por amor a la Sangre de Cristo. De suerte que sirviesen de adorno a la Iglesia hasta la consumación de los siglos.
Vencedor de fieras
Pero Fabián no había recibido en vano la visita de la Paloma. El “hombre de la calle”, presumiblemente pacato y mediano, se transformó en héroe y no apenas en coleccionador y compilador de hechos heroicos de otros.
El emperador Felipe llevaba una vida llena de pecados. Sin embargo, quiso asistir a las vigilias de la Pascua y participar de los Santos Misterios.
Fabián, (…) en lugar de aceptar la presencia escandalosa del pecador, (…) impidió que Felipe transpusiese los umbrales sagrados hasta que no confesase sus pecados y no aceptase colocarse en el lugar entonces reservado a los pecadores penitentes dentro de la Iglesia. Felipe cedió.
Y Fabián, por la gracia de la Paloma [es decir, del Espíritu Santo], venció así a la fiera. ¡Feliz de la Iglesia cuando es gobernada por varones que, fortalecidos por la Paloma, no teme a las fieras!
Bien entendido, a las fieras no les gusta ese trato. En el 13º año de su Pontificado, el Emperador Decio mandó a decapitar a Fabián. Este es el siniestro fin del “hombre de la calle” visitado por la Paloma y transformado por Ella en un vencedor de fieras.
En la gloria celeste, a los pies de María
¿Fin siniestro?
Consideremos el desenlace de la historia, tan y tan elevado, que la leyenda áurea apenas lo deja discretamente subentendido. En el momento en que la cabeza venerable de Fabián fue cortada, una corte rutilante de ángeles que provenían de las alturas excelsas donde reinan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, bajó para recibir el alma santísima del nuevo mártir. Pero, por más que él subiese, la Santísima Trinidad parecía irremediablemente inaccesible. Después de un glorioso itinerario a través de las Jerarquías sin fin de los ángeles que lo aclamaban y lo elevaban con el cántico de su afecto, Fabián, extasiado de felicidad y de gloria, fue depuesto por los ángeles a los pies de Nuestra Señora. Y así como a través de un telescopio los astros más distantes parecen aproximarse de nosotros, así también junto al Corazón de María, Fabián se sentía enteramente saciado por la presencia de Dios. ¡Cómo es dulce y glorioso contemplar a Dios cara a cara, a los pies del trono de María!
¡Rogad por nosotros y por la Iglesia!
En esas alturas celestes terminó el paseo del “hombre de la calle”, que había ido pacatamente a la búsqueda de noticias sobre quién había sido elegido Papa. Y hasta el fin del mundo habrá hombres que digan: “San Fabián, rogad por nosotros”. Yo, por ejemplo. Y tú también, lector.
“Rogad por nosotros”. ¿Sólo eso? Rogad, San Fabián, por la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. (…)
¡Oh, San Fabián, rogad por la Iglesia!
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1) En los orígenes del Cristianismo los Papas eran elegidos por aclamación del clero y del pueblo, congregados en las calles de Roma para ese fin. A partir de 769 quedó establecido que el Sumo Pontífice sería escogido apenas por el clero romano, manteniéndose la aclamación popular como mera formalidad. En 1059, el Sínodo de Letrán reservó a los cardenales el derecho de elegir al nuevo sucesor de Pedro (cf. Legenda Áurea, Cia. das Letras, São Paulo).
(Revista Dr. Plinio, No. 106, enero de 2007, p. 26-29, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)
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