por P. Rafael Ibarguren Schindler, EP * (Heraldos del Evangelio)
El deber de
adorar al Santísimo lo cumplen los fieles cuando comulgan con devoción, ya sea
sacramental o espiritualmente, cuando participan de una Hora Santa, también
visitando al “Dios escondido” que permanece reservado en un sagrario, al
concurrir a una procesión del Corpus, etc.
Igualmente ¡hasta pueden adorar al Señor desde su casa o el trabajo! ¿De qué
manera? acercándose en espíritu al sagrario de su parroquia o de algún otro
templo, en un acto de fe y de amor. A bien decir, se puede adorar a Jesús Sacramentado
en todo tiempo y lugar ¡Qué gracia y qué facilidad!
Imaginemos una circunstancia hipotética bastante suis generis: que se supiese que Nuestro Señor Jesucristo se va a aparecer en persona en tal plaza pública o lugar descampado, a una hora precisa. Seguramente se congregarían ahí miles y miles de devotos y de curiosos.
Pero no es menos cierto que en miles y miles de sagrarios de nuestras iglesias y capillas urbanas y rurales, el Señor está presente, siempre a nuestra espera, congregando a poquísimos… o a nadie, y sin que ni siquiera se piense en ello. ¿Falta de fe? ¿Falta de amor? Sí, y también falta de consecuencia, pues lo que profesamos con los labios no lo aplicamos a nuestra vida concreta.
La razón iluminada por la fe nos dice que Jesús está ahí. Pero resulta que la sensibilidad no se enciende delante de esta verdad incontestable y, por eso, no llega a mover la voluntad para que se resuelva a ir a adorar al Señor.
Esa insensibilidad es irracional y, por supuesto, pecaminosa. Mientras no se la combata y se la corrija, dejará su secuela inevitable: una voluntad desfibrada incapaz de moverse. Hasta los animales que actúan por instintos, son infalibles en el ejercicio de cumplir con su fin. El hombre, en cambio, llega racionalmente a renunciar al deber, lo que le acarrea consecuencias fatales y eternas. Así somos…
De las potencias del alma –inteligencia, voluntad y sensibilidad- la tercera es la más frágil y, a ese título, la que hay que cuidar y motivar con especial esmero. Sin un incentivo que potencie la voluntad, la virtud se hace impracticable, o casi tanto.
Por eso, en relación al culto debido a la Eucaristía, es adecuado que haya ambientes apropiados que estén a la altura del misterio y que estimulen a los fieles a hacer actos de adoración.
Se podría objetar que la ambientación no es más que un marco accesorio, que lo que importa es la sustancia misma: apenas la presencia de la Eucaristía, sin más. Pero quien simplifique así las cosas, claudica de su condición humana, ya que no somos puros espíritus como los ángeles. Necesitamos de un estímulo material.
¿Cómo amar y servir a Dios y al prójimo sin actitudes, gestos, signos? El amor y el servicio se plasman en cosas palpables, no se quedan en teorías ideales. Se cristalizan también en principios razonables y realizables hic et nunc, aquí y ahora, es decir, que tomen cuerpo en la tierra… y no en el mundo de la luna.
Aplicando esta reflexión a la adoración al Santísimo Sacramento, hay que saber que cuando se trata de honrar al Rey de reyes, todo es poco; y en este empeño siempre nos quedaremos cortos. Para su debido culto, la presencia real de Jesús pide una “opción preferencial” por lo mejor, por lo más excelente posible.
Vamos a algunos ejemplos: para honrar a la Eucaristía, qué escogeríamos si tuviésemos que elegir ¿Un cáliz de barro o uno de plata? Para el mantel del altar ¿el acrílico o el lino? Para el sagrario ¿una madera rústica o de categoría, o un metal de valor? Para las velas ¿la cera o la parafina? para el vino a consagrar ¿uno de calidad o el más ordinario posible? para los jarrones ¿flores de plástico o naturales? etc.
Otras preguntas: ante el Santísimo, ¿debo estar vestido de cualquier forma o
presentarme dignamente? ¿Saludarle al entrar con una genuflexión o directamente
llegar y sentarme sin mayor respeto? ¿Procurar estar a gusto, o “penar” en
bancos incómodos, más propios de un faquir que de un adorador? ¿Preferir las
armonías de una música que me distiende o las estridencias de un ritmo mundano
que dispersa mi atención?
Si no se dispone de un marco apropiado para la adoración, la sensibilidad no se deleita, la voluntad no se mueve y la inteligencia no se satisface. A no ser que nos creamos “superhombres”. O -sería otra excepción que no desmentiría la regla- que estemos llamados a ser singulares anacoretas que transitan por vías anormales…
Cuidemos lo esencial y también los detalles, porque el amor verdadero está hecho de una multitud de detalles, incluso aparentemente superfluos. Así, motivaremos la adoración; de lo contrario -ya que nada de grande se hace de repente- irá tomando cuerpo el desorden que nos podrá conducir paulatinamente muy lejos en el camino del mal, del error y de la feura.
¡Qué contraste desolador!: mientras los católicos tantas veces descuidamos el culto Eucarístico, profanadores de iglesias utilizan las Hostias robadas de los sagrarios, para ultrajar el sacramento haciendo “misas negras”. Es lo que denunció recientemente el arzobispo de Toledo, España (ACI, 19 Oct. 16).
Como conclusión, digamos que no solo hay que cuidar de detalles. Otra manera excelente de motivar la adoración es indignarse con los sacrilegios perpetrados e ir a los pies de Jesús Hostia para reparar tanta maldad que queda impune. ¿Acaso no se debe amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas? (Dt, 6, 5). La adoración reparadora es una pujante muestra del amor.
* Consiliario de Honor de la FMOEI
Imaginemos una circunstancia hipotética bastante suis generis: que se supiese que Nuestro Señor Jesucristo se va a aparecer en persona en tal plaza pública o lugar descampado, a una hora precisa. Seguramente se congregarían ahí miles y miles de devotos y de curiosos.
Pero no es menos cierto que en miles y miles de sagrarios de nuestras iglesias y capillas urbanas y rurales, el Señor está presente, siempre a nuestra espera, congregando a poquísimos… o a nadie, y sin que ni siquiera se piense en ello. ¿Falta de fe? ¿Falta de amor? Sí, y también falta de consecuencia, pues lo que profesamos con los labios no lo aplicamos a nuestra vida concreta.
La razón iluminada por la fe nos dice que Jesús está ahí. Pero resulta que la sensibilidad no se enciende delante de esta verdad incontestable y, por eso, no llega a mover la voluntad para que se resuelva a ir a adorar al Señor.
Esa insensibilidad es irracional y, por supuesto, pecaminosa. Mientras no se la combata y se la corrija, dejará su secuela inevitable: una voluntad desfibrada incapaz de moverse. Hasta los animales que actúan por instintos, son infalibles en el ejercicio de cumplir con su fin. El hombre, en cambio, llega racionalmente a renunciar al deber, lo que le acarrea consecuencias fatales y eternas. Así somos…
De las potencias del alma –inteligencia, voluntad y sensibilidad- la tercera es la más frágil y, a ese título, la que hay que cuidar y motivar con especial esmero. Sin un incentivo que potencie la voluntad, la virtud se hace impracticable, o casi tanto.
Por eso, en relación al culto debido a la Eucaristía, es adecuado que haya ambientes apropiados que estén a la altura del misterio y que estimulen a los fieles a hacer actos de adoración.
Se podría objetar que la ambientación no es más que un marco accesorio, que lo que importa es la sustancia misma: apenas la presencia de la Eucaristía, sin más. Pero quien simplifique así las cosas, claudica de su condición humana, ya que no somos puros espíritus como los ángeles. Necesitamos de un estímulo material.
¿Cómo amar y servir a Dios y al prójimo sin actitudes, gestos, signos? El amor y el servicio se plasman en cosas palpables, no se quedan en teorías ideales. Se cristalizan también en principios razonables y realizables hic et nunc, aquí y ahora, es decir, que tomen cuerpo en la tierra… y no en el mundo de la luna.
Aplicando esta reflexión a la adoración al Santísimo Sacramento, hay que saber que cuando se trata de honrar al Rey de reyes, todo es poco; y en este empeño siempre nos quedaremos cortos. Para su debido culto, la presencia real de Jesús pide una “opción preferencial” por lo mejor, por lo más excelente posible.
Vamos a algunos ejemplos: para honrar a la Eucaristía, qué escogeríamos si tuviésemos que elegir ¿Un cáliz de barro o uno de plata? Para el mantel del altar ¿el acrílico o el lino? Para el sagrario ¿una madera rústica o de categoría, o un metal de valor? Para las velas ¿la cera o la parafina? para el vino a consagrar ¿uno de calidad o el más ordinario posible? para los jarrones ¿flores de plástico o naturales? etc.
Si no se dispone de un marco apropiado para la adoración, la sensibilidad no se deleita, la voluntad no se mueve y la inteligencia no se satisface. A no ser que nos creamos “superhombres”. O -sería otra excepción que no desmentiría la regla- que estemos llamados a ser singulares anacoretas que transitan por vías anormales…
Cuidemos lo esencial y también los detalles, porque el amor verdadero está hecho de una multitud de detalles, incluso aparentemente superfluos. Así, motivaremos la adoración; de lo contrario -ya que nada de grande se hace de repente- irá tomando cuerpo el desorden que nos podrá conducir paulatinamente muy lejos en el camino del mal, del error y de la feura.
¡Qué contraste desolador!: mientras los católicos tantas veces descuidamos el culto Eucarístico, profanadores de iglesias utilizan las Hostias robadas de los sagrarios, para ultrajar el sacramento haciendo “misas negras”. Es lo que denunció recientemente el arzobispo de Toledo, España (ACI, 19 Oct. 16).
Como conclusión, digamos que no solo hay que cuidar de detalles. Otra manera excelente de motivar la adoración es indignarse con los sacrilegios perpetrados e ir a los pies de Jesús Hostia para reparar tanta maldad que queda impune. ¿Acaso no se debe amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas? (Dt, 6, 5). La adoración reparadora es una pujante muestra del amor.
* Consiliario de Honor de la FMOEI
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