Al término eucaristía hay que referirlo
inmediatamente al Cuerpo de Cristo, al santo Sacrificio de la Misa, a la
Comunión sacramental. Pero es también extensible a una actitud de alma de
agradecimiento y de inmolación. En griego «eucaristía» significa acción de
gracias, demostración de gratitud, reconocimiento.
En este sentido, todos los momentos
de la vida de la Virgen María han sido eucarísticos, en la acepción más plena y
literal de la palabra, ya que su vida fue siempre una ofrenda agradable a Dios.En Roma, una religiosa reza durante la elevación de la Eucaristía
Su fiat en la casa de Nazaret, dando su
consentimiento para que se realizase el misterio de la Encarnación, fue un
momento fuerte, de esos que llamamos «eucarísticos». Habiendo concebido por
obra del Espíritu Santo, y durante los nueve meses que se siguieron, Ella se
transformó en el primero y más sublime sagrario de la historia. Sagrario
itinerante y procesional, viajando por las montañas de Judea para servir a su
prima Isabel, o yendo a lomo de burro a la ciudad de David con su virginal
esposo, en obediencia al decreto de Cesar Augusto, para que pueda darse el
prodigioso nacimiento del Hijo de Dios en una gruta, a la sazón transformada en
palacio.
¿Qué decir de los
treinta años de intimidad de Jesús, María y José en el hogar de Nazaret? No
fueron más que una continua acción de gracias.
Ya en Caná de
Galilea, a la vista de la necesidad de unos flamantes esposos que festejaban
sus nupcias, Ella nos enseña a estar atentos a las necesidades de los demás y a
cumplir los designios divinos. Como se sabe, adelantando la hora del Señor, la
Virgen sentenció «hagan lo que Él les diga» y el agua se transformó en vino en
aquella primera cena de la vida pública de Jesús. ¿Qué puede haber de más
eucarístico y de más evangélico que este consejo?
Y en la última cena,
cuando, ardiendo de amor, el Señor realizó la transformación del pan y del vino
en su cuerpo y en su sangre para darse en alimento, María por cierto supo y
acompañó ese magno acontecimiento.
San Juan Pablo II
nos dice en su Encíclica Ecclesia de
Eucharistia: «En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no
se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los apóstoles,
concordes en la oración (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después
de la Ascensión en espera de Pentecostés. (…) Pero, más allá de su
participación en el banquete eucarístico, la relación de María con la
Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior.
María es mujer eucarística con toda su vida. (…) (n° 53).
Interesa citar aquí
un testimonio singular y maravilloso: una vidente concepcionista española del
siglo XVII, la Venerable Sor María de Agreda, a quién María Santísima dictó su
vida, describe de qué manera la Virgen vivió aquel Jueves Santo. Sus
revelaciones, que pueden ser creídas piadosamente aunque no hagan parte de la
Revelación oficial de la Iglesia, se recogen en el libro «Mística Ciudad de
Dios», un clásico de espiritualidad cristiana.
Después de
considerar lo que el Evangelio nos narra sobre la última cena, dice la
religiosa: «…partió luego otra partícula del pan consagrado y la entregó al
Arcángel San Gabriel, para que la llevase y comulgase a María santísima. (…)
Quedó depositado el santísimo Sacramento en el pecho de María santísima y sobre
el corazón, como legítimo sagrario y tabernáculo del Altísimo. Y duró este
depósito del sacramento inefable de la Eucaristía todo el tiempo que pasó desde
aquella noche hasta después de la resurrección, cuando consagró San Pedro y
dijo la primera Misa».
Alguno podrá decir:
«pero este pormenor no lo revelan los Evangelios». Es verdad. Pero tampoco los
evangelistas nada nos dicen sobre una aparición del Señor Resucitado a María. Y
sin embargo, es un lugar común entre teólogos, santos y pueblo fiel, que no
pudo ser de otra manera. Conmovido y agradecido, siendo el mejor de los hijos
nacido de mujer ¿Jesús no iba a premiar y a consolar a la Madre en esas
circunstancias?
Junto a la cruz, la
oblación eucarística de María llegó a su auge al consentir en todo lo que pasó
con el fruto de sus entrañas. Sin ser Ella propiamente sacerdote ordenado,
actuó como sacerdote sacrificador diciendo un nuevo fiat al Padre eterno.
Abraham inmolando a Isaac prefiguró a María en el Calvario. En aquel altar del
monte providencial, un ángel sostuvo el puñal del Patriarca. En la cima del
Calvario, ese ángel no vino y el sacrificio de Cristo se consumó.
También, junto a
Jesús en cruz, Ella se tornó oficialmente nuestra Madre al recibirnos en su
corazón herido, en obediencia al testamento de Jesús que transformó nuestra
pobre humanidad en ofrenda: «ahí tienes a tu hijo».
Por fin, en
Pentecostés, la que es Esposa del Espíritu Santo, realiza un singular
ministerio eucarístico reuniendo a los discípulos y atrayendo para ellos la
venida del Paráclito. Esta vez no es la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad la que se encarna como en Nazaret o la toma el lugar del pan y del
vino como en la última cena; es la Tercera Persona que es comunicada a los
fieles de la Iglesia naciente para renovar la faz de la tierra, no sin la
mediación de María.
A lo largo de dos
mil años de historia cristiana, la Virgen Madre, «Mujer Eucarística», obra
incesantemente la terea dispensar a los fieles la gracia de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo, que Ella conquistó por designio divino y con su concurso
sacrificial. Lo hace muy especialmente en los días que corren, atrayendo a la
tierra el triunfo del su Inmaculado Corazón, en cumplimiento de su profética
promesa hecha en Cova de Iría.
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
Fuente: Gaudium Press
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