Jesús cura a los leprosos. |
Somos concebidos y nacemos bajo los estigmas del pecado original; por el pecado original nos transformamos en enemigos de Dios. Y si la lepra física afea el cuerpo, la del alma –el pecado-, la torna horrorosa a los ojos de Dios, de los ángeles y de los bienaventurados. Esta “lepra” del alma trae consecuencias hasta para el cuerpo, pues como dice Nuestro Señor Jesucristo, “el pecador se torna esclavo del pecado” (Juan 8, 34), perjudicando hasta su salud física.
Efectos de la lepra del cuerpo y de la “lepra” del alma
Si de un lado el leproso se torna paria de la sociedad, condenado al aislamiento y al abandono, por otro lado, el pecado no sólo hace perder la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del pecador, sino también lo excluye de la sociedad de los electos y de los santos.
Además de esto, la “lepra” del alma es más contagiosa que la física. La propagación de la primera se hace hasta a la distancia, por palabras, conversas, pensamientos, escándalos, malos ejemplos, influencia, maledicencia, etc., y muchas veces de manera tal que no se consigue reparar los males provenientes de su difusión.
No debemos olvidar que el hecho de comunicarse entre sí los que sufren de esta enfermedad física, y ni siquiera con los que por ella no fueron alcanzados, no hace crecer su desgracia. Lo mismo no se da con la “lepra” del pecado: nosotros al ser causa del contagio, aumentamos nuestra culpa.
Por más que la lepra lleve a miserables condiciones que, sin tratamiento, sólo terminan en la muerte, el pecado es mucho peor, porque arranca del alma la paz de conciencia, hace amarga la vida y prepara la muerte eterna.
Consideremos aún la gran superioridad del alma sobre el cuerpo. Aquella es creada a imagen de la Santísima Trinidad y, en cuanto obra prima de las manos de Dios, lleva además, sobre sí, el infinito precio de la preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso mismo, los males del alma siempre son más graves que los del cuerpo. Y, siendo físicos los estigmas del mal de Hansen [lepra], son fáciles de ser reconocidos por la víctima. En sentido contrario, el pecador, cuando más avanza en las tortuosas vías del pecado, menos cuenta se da del abismo en el cual se precipita. ¿Ante esta perspectiva, cómo podrá él obtener la cura?
Terrible es aún considerar que los sufrimientos del leproso abandonado a su propia suerte terminan con su fallecimiento y, si los aceptó con resignación y amor de Dios, abrirá sus ojos para la eternidad feliz. Los del pecador no sólo se perpetúan en la eternidad, sino que se hacen incomparablemente más atroces después de la muerte.
"No dejemos pasar un día sin recibir a Jesús Eucarístico" |
¿Y cómo curar la “lepra” del pecado?
Muchas son las vías que conducen a la cura total, es decir, a la santidad plena. Hay una, no obstante, que sobresale entre todas, y ésta está indicada por el Evangelio de este domingo, cuando afirma que el leproso “fue a estar con Él…”, o sea, fue a buscar a Jesús.
No se trata de esperar que Jesús vaya al pecador; es preciso que éste vaya en búsqueda de Jesús. Y, mientras más avanzado es el estado de su “lepra”, más confianza deberá tener de ser bien recibido por Él. Jamás debe permitir cualquier atisbo de desánimo o, peor aún, de desconfianza.
¿Y dónde encontrarlo?
Jesús no está entre nosotros de paso, como sucedió en la vida del leproso del Evangelio, pero sí de forma permanente: “Estaré con ustedes hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20). ¡Sí! Cristo se encuentra constantemente en la Eucaristía en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y será en la Comunión frecuente –mejor aún en la diaria- que Él irá asumiendo interiormente los que en su gracia lo reciban, para de esta forma hacerlos cada vez más semejantes a su santidad.
Aquellas divinas y sagradas manos, cuyas caricias encantaban a los pequeñitos, que al acercarse de los enfermos, curaban a todos; aquellas mismas manos omnipotentes que calmaban los vientos y los mares, restituían la vida a los cadáveres y perdonaban los pecados, estarán en el interior del ser de quien reciba a Jesús en la Comunión Eucaristía, para santificarlo.
Es de altísima conveniencia aceptar la invitación que la Iglesia hace a todos los bautizados, en el sentido de que no dejen pasar un solo día sin recibir a Jesús Eucarístico; pero la acción de Él será aún más eficaz en las almas que lo hagan por medio de aquella que lo trajo en la encarnación: su y nuestra Madre, la Santísima Virgen.
Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP |