La verdadera esencia de la humildad
por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
En los días actuales hay quien, con la misión de predicar, afirma que el Divino Redentor vino exclusivamente para los miserables y pobres, dando una interpretación social –para no decir socialista- a los diversos pasajes del Evangelio, y en concreto a este trecho tan profundo y magnífico, de manera especial con respecto al término pequeñitos.
Los pequeñitos según el concepto de Jesús
Pequeñitos, en el lenguaje del Divino Maestro, son aquellos que dudan de sus propias fuerzas, sabiendo que por sus propias energías y empeño nunca podrán penetrar en el plano sobrenatural de la gracia. Nuestra filiación divina no procede de nuestros méritos, para que nadie se ufane (Ef 2, 8-9), pero se opera a través del bautismo, por el cual nos es infundida una participación creada en la vida increada de Dios: la gracia santificante. Más tarde esa relación con Dios se intensifica por medio de los demás Sacramentos y por los ejercicios de piedad, de los cuales extraemos ánimo y vigor para practicar establemente la virtud. He aquí la esencia del Reino de Dios que Nuestro Señor Jesucristo vino a anunciar. Por lo tanto, es preciso mantener siempre presente en el espíritu que todo esto nos viene de una revelación hecha por el Padre, como afirma Santiago: “Toda dádiva buena y todo don perfecto vienen desde lo alto: descienden del Padre de las luces” (1, 17).
Ya era así en el Paraíso terrenal, donde el hombre, creado en gracia, aunque en estado de prueba, y adornado con una panoplia de dones naturales, preternaturales y sobrenaturales, tenía que reconocer esa distancia infinita existente entre él y su artífice, confesándose mera creatura y restituyendo a Dios lo que le es debido. La humildad del ser humano consistía en considerar esta verdad y, por tal convicción, Adán y Eva eran pequeñitos. Pequeñitos, y al mismo tiempo grandes, pues su alma era tabernáculo de la Santísima Trinidad, dádiva insuperable, cuyo máximo desarrollo florecería en la gloria de la visión beatífica. ¡Dios no podría haber concedido más!
María Santísima: grande y pequeñita delante de Dios
Ahora bien, si nuestros primeros padres salieron de las manos de Dios sin gracia, nosotros sus descendientes, fuimos todos concebidos en pecado, con excepción de alguien que jamás cometió una falta ni fue tocada por la mancha original: nuestra Madre Santísima, escogida por el Padre para generar su Hijo
único en el tiempo. También Ella era pequeñita, como lo manifestó en la visita a su prima Santa Isabel, al decir: “Magnificat anima mea Dominum, […] quia respexit humilitatem ancillæ suæ- Mi alma glorifica al Señor, [...] porque miró para la humildad de su sierva” (Lc 1, 46.48). He aquí el modo de ser pequeñito: testimoniar que todo aquello de bueno que hay en nosotros viene de Dios. Nuestra Señora es la humildad por excelencia, y no hubo quien atestiguase tan eximiamente su pequeñez cuanto Ella. Pero, de forma análoga, jamás hubo quien tuviese noción tan lúcida de la grandeza puesta por Dios en sí misma, como Ella. Por eso agregó: “quia fecit mihi magna, qui potens est- porque aquel que es todo poderoso hizo en mí maravillas” (Lc 1, 49). De hecho, le fueron otorgados favores incomparables, al punto que Dios, parece agotar en Ella, su capacidad de dar.
Monseñor João S. Clá Dias, EP |
Fuente: Quem são os pequeninos?