Escribe Padre Rafael Ibarguren Schindler EP
(*)
Divina en su institución y
constantemente asistida por el Espíritu Santo, la Iglesia atraviesa los siglos
gozando de inmortalidad. En un mundo secularizado y materialista a ultranza,
ella no permanece o “sobrevive”, no; se desarrolla, crece, amparada con la
seguridad de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt.
16, 18).
Ella vive de la Eucaristía y es a
través de este santo memorial que se cumple a cabalidad la promesa del señor “Y
he aquí que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28,
20).
Ya en los Hechos de los Apóstoles
se
dice que la primera comunidad cristiana “se reunía asiduamente para escuchar la
enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del
pan y en las oraciones” (Hch. 2, 42). Y una piadosa intuición llena de sentido,
imagina los momentos inmediatamente previos al fin del mundo, en que el Divino
Juez espera el término de una última Misa hipotética que estaría siendo
celebrada en la tierra, para cerrar la historia y juzgar a vivos y muertos. De
hecho, la Eucaristía abarca y llena la historia humana, sea como prefigura en
el Antiguo Testamento, sea como sacramento en el Nuevo.
A lo largo de los tiempos, siempre ha
habido a propósito de ella controversias que a la postre resultaron saludables
para la fe, pues han servido para esclarecer y definir la verdad e instruir a
los fieles.
Simplificando un tanto, se puede
decir que en el primer milenio de la era cristiana, a la Eucaristía se le daba
culto solo durante la celebración de la Misa, sin dar especial atención a las
Sagradas Especies que se reservaban sobre todo para dar la comunión a los
enfermos y a los ausentes.
Ya en el segundo milenio, se impulsó
el culto eucarístico fuera de la Misa con adoraciones ante el sagrario, exposiciones,
vigilias, procesiones, Jueves Eucarísticos, etc.; y eso, como respuesta a
errores que fueron surgiendo contra la presencia real por parte de malos
cristianos y/o de herejes confesos.
Pero lo cierto es que también en los
primeros siglos, no se dejaba de adorar ni de recurrir al Santísimo fuera de la
celebración, como vemos en un interesantísimo y encantador testimonio de San
Gregorio Nacianceno (siglo IV) que vale la pena citar. Este Doctor de la
Iglesia que fuera arzobispo de Constantinopla, tenía una hermana, Gorgonia, que
padecía una grave enfermedad. Dice el santo:
“Depuesta toda esperanza en las
ayudas terrenas, recurrió ella al médico de todos los mortales. En lo profundo
de la noche, en un momento en que la enfermedad más la atormentaba, se arrojó
llena de fe a los pies del altar y, en el ímpetu de una piadosa y confiada
confidencia, comenzó a invocar a grandes voces a Aquel que es honrado sobre el
altar (…) Quiso después imitar a la mujer que había sido curada al tocar las
orlas del manto de Cristo; ¿Qué hacer entonces? Acercó su cabeza al altar con
el mismo clamor y abundantes lágrimas que aquella que antiguamente había bañado
los pies de Cristo (…) Después que hubo mezclado sus lágrimas con las especies
del precioso Cuerpo y Sangre, se sintió súbitamente libre del mal, renovada de
cuerpo, de alma y de espíritu, habiendo obtenido, como respuesta a su firme fe,
la curación”. Sermón 8, 18. (Guillermo Pons, “La Eucaristía en los Padres de la
Iglesia”, Ciudad Nueva, Madrid, 2010, pag. 64).
Gravemente enferma, Gorgonia acudió
durante la noche al Médico Divino oculto bajo el velo del sacramento, y fue
sanada.
Dando ahora un salto maratónico,
pasemos del siglo IV al siglo XX.
En ciertos teólogos y corrientes
litúrgicas que propiciaron la reunión del Concilio Vaticano II y que se
sirvieron posteriormente de él, interpretándolo según sus opciones, se
pretendió “volver a los orígenes” dando a la Eucaristía su supuesto sentido
original que sería exclusivo: el de ser comida en una asamblea de fieles. La
adoración individual o pública, fuera de la celebración, sería un contrasentido
en el culto eucarístico…
Pero, ¿Por qué simplificar sin
matices, optando por la comunión y excluyendo la adoración? ¿La
complementariedad de ambas cosas –siempre privilegiando, claro, la comunión del
Pan de vida- acaso no sería una riqueza?
En los albores del tercer milenio,
Benedicto XVI se refirió a ese desacierto al dirigir unas palabras a los
Cardenales, Arzobispos, Obispos y Prelados de la Curia Romana el 22 de
diciembre de 2005: “Para mí es conmovedor ver cómo por doquier en la Iglesia se
está despertando la alegría de la adoración eucarística y se manifiestan sus
frutos. En el período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración
fuera de ella se vieron como opuestas entre sí; según una objeción entonces
difundida, el Pan eucarístico no nos lo habrían dado para ser contemplado, sino
para ser comido. En la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha
manifestado la falta de sentido de esa contraposición. Ya san Agustín había
dicho: "Nadie come esta carne sin antes adorarla; pecaríamos si no la
adoráramos" https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html
Conclusión: adorar siempre; antes,
durante y después de la celebración. Porque la adorabilidad de la Eucaristía es
la consecuencia práctica de la permanencia del Señor en ella. Subestimar la
adoración es hacer con que la creencia en la presencia real de Cristo sea una
mera declamación sin efectos.
¡Es que no se trata de excluir o de
restar, sino de sumar!
(*) El Padre Rafael Ibarguren pertenece a los Heraldos del Evangelio y es Consiliario
de Honor de la FMOEI
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