Por Monseñor
João Scognamiglio Clá Dias, EP.
[...] El testimonio de San Juan
San Juan escribió su Evangelio, que es el último, al final del siglo primero, muchos años después de concluidos los otros tres. Se diría que no era necesario redactarlo, porque la historia de Jesús ya estaba contada en los sinópticos. No obstante, San Juan tenía a su cuidado las comunidades cristianas de Asia Menor, nacidas bajo la influencia de San Pablo, y compuso el cuarto Evangelio con el objetivo de proteger a los fieles de las herejías
que comenzaban a aparecer en aquella
época, creando confusión al respecto de Jesucristo. Sobre todo, buscaba
combatir la doctrina gnóstica, que negaba la Encarnación del Verbo, como la
unión hipostática, y consideraba apenas la humanidad de Cristo. San Juan quiso
corregir esa visualización humana –la cual tantas veces se repitió a lo largo
de la Historia-, dejando consignada una verdadera exposición doctrinaria sobre
la divinidad de Jesucristo. Sería imposible narrar todo lo que el Divino
Maestro hizo, pues su vida fue una muestra permanente de ello. Por esta razón,
el Evangelista seleccionó los episodios más adecuados para la finalidad que
tenía en vista, entre los cuales los dos encuentros de Jesús con sus
discípulos, mencionados en este Evangelio. En efecto, ellos nos llevan a
concluir fácilmente que Nuestro Señor Jesucristo es el Hijo del Dios Vivo y que,
en Él debemos ver más el lado divino que el humano.San Juan escribió su Evangelio, que es el último, al final del siglo primero, muchos años después de concluidos los otros tres. Se diría que no era necesario redactarlo, porque la historia de Jesús ya estaba contada en los sinópticos. No obstante, San Juan tenía a su cuidado las comunidades cristianas de Asia Menor, nacidas bajo la influencia de San Pablo, y compuso el cuarto Evangelio con el objetivo de proteger a los fieles de las herejías
¡Somos llamados a la Bienaventuranza!
En función de Santo Tomás, el Salvador declaró que todos los que lo siguiesen, a partir de su Ascención a los cielos, precisarían creer en la palabra de aquellos que Él escogió como sus testigos. Y hace más o menos dos mil años la Iglesia vive de esta fe. Es lo que vemos en la escena descrita en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 2, 42-47). La comunidad de los fieles nace pequeña, pero da origen a todas las demás comunidades, porque “eran perseverantes en oír la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hechos 2, 42). La Iglesia germina cimentada en esta fe, la cual constituye un valioso elemento para mover las almas a la conversión y que debe existir entre nosotros. Si así fuese, el apostolado se hará por sí, y seremos meros instrumentos para la actuación del Espíritu Santo.
Tengamos siempre presente que, si no nos cupo la gracia de convivir con Nuestro Señor Jesucristo, ni ver y tocar sus divinas llagas, nos fue reservada, según la afirmación del Divino Maestro, una bienaventuranza mayor que la de ellos: creer en la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Bien se podrían aplicar a nosotros las palabras de San Pedro en la segunda lectura de este domingo: “Sin haber visto el Señor, vosotros lo amáis, sin verlo aún, creéis en Él. Esto será para vosotros fuente de alegría indecible y gloriosa, pues obtendréis aquello en que creéis: vuestra salvación”.
(Cfr. Mons. João S. Clá Dias EP in “Lo inédito sobre los Evangelios” Tomo I, Librería Editrice Vaticana).
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