Después de la Celebración de la Luz -la Lucernarium- y la Liturgia de la Palabra, la Vigilia Pascual prosigue con la Liturgia Bautismal y, por fin, con la Liturgia Eucarística. Evocar el Bautismo en esta ceremonia es muy apropiado, porque por los méritos de la Resurrección de Jesús este sacramento nos libra de un sepulcro: el del pecado y de la muerte. Todos morimos, somos conducidos al seno de la tierra, el cuerpo entra en descomposición y sucede entonces lo que describe Job: “por detrás de mi piel, que envolverá esto, en mi propia carne, veré a Dios. Yo mismo lo contemplaré, mis ojos lo verán, y no los ojos de otro” (Job 19, 26-27). “Una vez que somos bautizados, debemos caminar en paz de alma para los umbrales de la eternidad, ya que, como enseña San Pablo, si “morimos con Cristo, creemos que también viviremos con Él” (Romanos 6, 8). El día en que Dios nos llame nuevamente a la vida, si hemos muerto en estado de gracia el cuerpo será recompuesto y
refulgirá con un brillo que jamás alcanzaría sin la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Él resurgió de los muertos, entre otras razones, para comprar nuestra resurrección, “pues del mismo modo su Pasión fue símbolo de nuestra antigua vida, su Resurrección trae el misterio de la vida nueva”.
Tal como Jesús apareció a las santas mujeres, también se aparece a nosotros, porque a pesar de haber subido a los Cielos hace casi dos mil años, viene todos los días a estar con los hombres. Las mujeres tuvieron el privilegio de ver directamente al Hombre-Dios, pero esa constatación les disminuye el valor sobrenatural de la fe, ya que ésta es “una certeza al respecto de lo que no se ve” (Hebreos 11, 1). Para que pudiésemos adquirir más mérito en la práctica de esta virtud, Él se hace presente entre nosotros bajo las apariencias del pan y el vino. Después de las palabras de la Consagración, miramos y, en un primer momento, diríamos que nada sucedió, pero la fe nos asegura que pasó algo inefable: las especies se transubstanciaron en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. El mismo Redentor que se manifestó a las mujeres en la Resurrección se encuentra también en el altar, y es a Él que comulgamos. Aunque ellas hayan abrazado y besado sus pies, no les fue dada la gracia de recibirlo en su interior en aquel momento.
Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
Para evaluar mejor la grandeza de esta realidad, recordemos que la Eucaristía
es el Sacramento por excelencia, que contiene el propio Autor de todos los
otros.Según destaca el profesor Plinio Corrêa de Oliveira, "nuestra alma no puede dejar de transbordar de reconocimiento, de admiración y de gratitud por aquello que Nuestro Señor realizó en la Santa Cena. Solamente una inteligencia divina podría pensar en la Sagrada Eucaristía e imaginar este Sacramento Santísimo como un medio de Jesús permanecer presente en este mundo, después de su gloriosa Ascensión. Más aún: de establecer una convivencia íntima e inagotable, todos los días, con todos los hombres que lo quieran recibir en sus corazones. Sólo el mismo Dios podría realizar este misterio tan maravilloso, esta obra de misericordia prodigiosa para con sus humanas creaturas". (1) Sepamos gozar de tan inmenso beneficio en esta vida, para hacernos partícipes de la Resurrección triunfante de Cristo, según su promesa: “Yo soy el pan vivo que bajó del Cielo. Quien coma de este pan vivirá eternamente” (Job 6, 51).
(1) CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Nos passos da Paixão. In: Dr. Plinio. São Paulo. Ano VI. N.61 (Abr., 2003); pág. 2.
Cfr. CLA DIAS EP, Mons. João Scognamiglio. In: “Lo inédito sobre los Evangelios, Tomo I. Librería Editrice Vaticana.
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