martes, 1 de septiembre de 2020

Una nueva pandemia: La intolerancia de los “tolerantes” por Padre Fernando Gioia, EP


Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán, dice Nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos.

Los crímenes de odio anticristiano, en diversos lugares del mundo, van en aumento. El gobierno de China continúa eliminando cualquier símbolo cristiano, han sido quitadas, en los últimos meses, más de 500 cruces de los exteriores de las iglesias, apenas en la provincia de Anhui; es la continuación de un accionar que se hizo más radical a partir de 2018 pues, las cruces “violan las leyes de planificación”.

En Francia -la tierra de la “libertad, igualdad y fraternidad”- ocurrieron, según la Conferencia Episcopal, de enero a marzo de 2019, 228 actos violentos anticristianos. Con profundo dolor hemos presenciado el incendio de Notre Dame, aún sin ser esclarecido. Hace casi dos meses la catedral de Nantes sufrió similar y misterioso incendio de su antiguo y majestuoso órgano de 5.500 tubos. Dos diputados afirmaron, en una entrevista, que se registraban tres actos contra la Iglesia por día en Francia. Y no sólo es Francia, los atentados están aumentando en toda Europa; en la India incrementaron un 40% en el primer semestre de este año.

Otra particularidad de odio anticristiano hemos visto en las protestas ocurridas en países como Chile, México, Argentina, al grito de la revolucionaria frase del teórico anarquista ruso Piotr Kropotkin: “la única Iglesia que ilumina es la que arde”; destrozando Crucifijos, decapitando imágenes de la Virgen María o pintando el exterior de las iglesias con eslóganes antirreligiosos.

En los Estados Unidos, modelo de respeto democrático, algunos sectores dentro de manifestantes vandalizaron, en la Misión de San Gabriel de California, fundada por el misionero San Junípero Serra, fraile franciscano protector de los indios, su imagen; fue quien bautizara estas grandes ciudades del lugar con el nombre de Los Ángeles, San Diego, San Francisco. También fueron causados daños en algunas iglesias.

Más recientemente, la imagen de la Sangre de Cristo, de la Catedral de Managua, Nicaragua, con sus 382 años de antigüedad, quedó calcinada por manos criminales aún no identificadas. Hecho – según el Cardenal Arzobispo Leopoldo Brenes – “planificado con mucha calma”, “acto de terrorismo”, “un sacrilegio totalmente condenable”. Días antes, en el mismo país, una capilla en la ciudad de Nindirí fue profanada. Robaron la custodia del Santísimo Sacramento y copón del sagrario, regando por el suelo las Hostias, pisoteándolas, destruyendo imágenes, bancas y otros mobiliarios, reflejando una hostilidad anticatólica especial.

Extremismos ideológicos, motines anarquistas, exacerbaciones políticas, fanatismos religiosos, todo tipo de violencia, en diferentes países y variadas situaciones, pero con la característica que todos se congregan en un polo de odio contra la Santa Iglesia Católica. Una verdadera “pandemia revolucionaria anticristiana” de persecuciones, de actos de intolerancia religiosa. La intolerancia de los “tolerantes”.

Padre Fernando Gioia, EP
Llama la atención que ocurren, no solamente ataques contra seres mortales – pues también acontecen asesinatos de misioneros, especialmente en el continente africano –, sino contra los edificios de iglesias o imágenes, que simbolizan tantas cosas celestiales. Embestidas criminales, actitudes ¿contra quién?, pues, contra Dios. Sí, contra Dios que está allí, patentemente representado.

¿Cambiaron los tiempos? ¿Hay una mudanza de actitud de los enemigos de Dios y de su Iglesia? ¿Estamos asistiendo a lo afirmado en el Mensaje de Fátima: vendrán “persecuciones a la Iglesia”? ¿Presenciando lo anunciado por Nuestro Señor Jesucristo: “si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20)?

La Sagrada Escritura, ya en sus inicios nos relata, la caída de nuestros primeros padres, Adán y Eva, y la promesa de victoria, al decir: “pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la descendencia de ella; ella aplastará tu cabeza, tú pondrás asechanzas a su calcañar” (Gn 3, 15). Anuncia el nacimiento de dos razas espirituales, la raza de la Virgen, “ahora sois hijos de la luz” (Ef 5, 8-9) y la raza maligna de la serpiente, Satanás, aquellos que practican “las obras de las tinieblas” (Ef 5, 11). El enfrentamiento entre ambas sólo cesará, en el fin del mundo. Pero, a lo largo de la Historia, la raza de la serpiente, ha ido – según le era conveniente por las circunstancias – escondiendo o mostrando, sus “garras”.

Vemos, en nuestros días, a los fieles católicos presenciando entristecidos, llenos de perplejidad y hasta con cierto temor, estos sacrílegos acontecimientos. Frente a los peligros que eso significa, quieren mantenerse fieles, pues tienen el cuño de Dios grabado en sus corazones. En el decir de San Pablo: “con temor y temblor”, “como hijos de Dios sin tacha, en medio de esta generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida” (Flp 2, 12-15).

El mundo de hoy vive “en las tinieblas” de la fe. El mal, en pleno siglo XXI, con todos los medios materiales para destruir el Bien, teme la palabra de los buenos. Sabe que el Bien es invencible y que la Iglesia es inmortal.

La causa profunda de este odio, detrás del cual evidentemente está el demonio, es el reflejo en los hijos de la Virgen, los católicos fieles, de su Inmaculada Pureza. Encontramos allí la causa más profunda del odio de tantos atentados.

A pesar de las aparentes desproporciones ante el poderío de los malos, nos debemos alegrar porque la victoria será siempre de la Santísima Virgen, “porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37).

La Virgen Santísima es la Reina que vino – a través de sus diversas apariciones a lo largo de los últimos siglos – a preparar a la Humanidad para los embates por excelencia entre estas dos razas: los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. Dando fervor a los buenos y confundiendo a los malos. La lucha que nos relata el libro del Apocalipsis fue un preanuncio: “un gran signo apareció en el Cielo: una mujer vestida de sol, y con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”, “y apareció otro signo en el cielo: un dragón rojo”, “y hubo un combate en el cielo: San Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón”, “y no quedó lugar para ellos en el cielo” (Ap 12, 1-8).

Termino aquí este apasionante tema con una respuesta a los que blasfeman, gritando enardecidos como demonios, contra la Santa Iglesia: “Dios no existe” o “Iglesia basura”, con la frase del poeta francés Edmond Rostand: “insultad al sol que él brillará de igual modo”.

por Padre Fernando Gioia, EP

Fuente: Gaudium Press y La Prensa Gráfica.

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