El camino de un santo, hoy venerado por fieles del mundo entero.
Era un 25 de mayo de 1887, en una humilde vivienda de Pietrelcina, aldea próxima a Benevento, en Italia, nacía un niño, bautizado como Francisco. Desde muy pequeño expresó a sus padres el deseo de ser fraile capuchino. Ejercía como monaguillo, era rezador y bien compuesto. Sentía la voz misteriosa del Señor para seguirlo. Sus padres no se opusieron en momento alguno, dieron a Dios la porción que le correspondía. Con la bendición de su madre, a los 16 años, parte para el noviciado: “San Francisco te ha llamado, pues, vete”.
Francisco
se convierte en Pío
Un 6 de enero de 1903, llamó a las puertas del convento
capuchino de Morcone, realiza su ejercicio espiritual y es revestido con el
hábito franciscano, cambiando su nombre de bautismo pasa a llamarse Fray Pío de
Pietrelcina. Emprende un camino lleno de pruebas, sufrimientos, persecuciones.
El 10 de agosto de 1910 es ordenado sacerdote. Comienza a padecer grandes tormentos
diabólicos, decía: “el demonio me quiere para sí a toda costa”.
En 1916 llega al convento de San Giovanni Rotondo, alejado
del pueblo. Las almas deseosas de perfección o necesitadas de consejo descubren
la llegada del nuevo fraile, que tenía el don de leer el interior de las almas
con una clarividencia sobrenatural, motivo por lo cual, las filas de confesión
se hicieron enormes.
Un 20 de septiembre de 1918 el padre Pío camina en el
llamado al sufrimiento, se da cuenta que “sus manos, pies y costado estaban
taladrados y manaban sangre”. Eran estigmas, sangraban diariamente sin
cicatrizar ni causar infección alguna.
No existiendo los medios electrónicos de comunicación
actuales, en que un mini evento llega a cualquier lugar del mundo de forma casi
instantánea, la noticia de sus estigmas y virtudes se expandía con rapidez
asombrosa. El convento era asechado por gentes que venían de todo lugar,
llegaban pedidos de oración o de agradecimiento por gracias recibidas por su
intercesión, y vean que… ¡estaba vivo!
Uno de
sus grandes logros, el hospital
Lamentándose de la falta de un hospital, inventó construir
la “Casa de Alivio del Sufrimiento”, hospital que con el correr de los años,
llegó a tener 600 camas.
Eran tiempos de tranquilidad en su generosa entrega. Como no
podía dejar de ser, empiezan las acusaciones injustificables, calumnias hasta
las más banales contra el padre Pío y los frailes de su entorno. Época del
Pontificado de Benedicto XV, que lo consideraba como “un hombre
extraordinario”.
Las envidias comienzan en cierta parte del clero secular. El
Obispo local Mons. Gagliardi (que era acusado de costumbres libertinas, no muy
“santas”, hechos confirmados años más tarde durante una visita apostólica,
llegando a ser destituido), suplicaba a Benedicto XV que “pusiera freno a la
idolatría que se comete en el convento por las actuaciones del padre Pío”.
¡Nunca lo había visto personalmente!
Falleciendo este Pontífice en 1922, a los seis meses, el
entonces Santo Oficio emana disposiciones. Comienza el período de persecución,
no otra palabra encaja en estos acontecimientos. Entra en escena el padre
Agostino Gemelli (médico, militante socialista que se convirtió y entró en los
franciscanos), que pesó en las actitudes adoptadas por las autoridades romanas
hasta el año 1959. Fue calificado como el “filósofo de la persecución”.
Afirmaba que los estigmas provenían de “una condición psicopática o eran efecto
de una simulación”.
Perseguido,
en su propia casa
Empieza a ser castigado, considerado sospechoso, por una
parte, de la Jerarquía Católica. Todo iba en aumento, llegando al extremo de
ser impedido de todo contacto con el mundo externo. En junio de 1922, le
prohibían, por motivo alguno, mostrar las así denominadas llagas, hablar de
ellas o permitir que las besen. Le impiden responder las cartas que le
enviaban. Mismo así, el acercarse de fieles hacia el “capuchino de los
estigmas”, seguía aumentando. El 23 de mayo de 1931 es privado de las
facultades de su sagrado ministerio, exceptuada la santa Misa, que la podrá
celebrar, ¡sin participación de nadie! El confesionario, lugar donde eran
realizadas verdaderas conversiones y “milagros”, quedaba vedado. No se le
imponía pena canónica alguna. La “investigación” era basada en la opinión
infundada del padre Gemelli, y las acusaciones y calumnias del obispo local…
Ante estas injusticias, cuando el Padre Pío tomó
conocimiento, elevando los ojos al Cielo, exclamó: “Hágase la voluntad de
Dios”; cubriéndose la cara con las manos, inclinando la cabeza y no respondió
más. Obedeció, aceptando todo con humildad y resignación. El fraile
estigmatizado es encerrado en un profundo silencio. Período atribulado de su
vida.
Termina
el ostracismo
Este forzado ostracismo terminó un 14 de julio de 1933.
Después de dos años de ausencia celebra misa ante una multitud de fieles. Lo
encontraron irreconocible, envejecido, cabellos encanecidos, hombros cargados,
paso incierto. Era un hombre de dolores, no un triunfador.
La noticia corre y aumentan la afluencia de fieles. Su
confesionario era como un enjambre de abejas, deseando confesarse con el
perseguido…
Los años transcurrieron, pero las calumnias no cesaron. Un 3
de octubre de 1960, un comunicado de prensa del Vaticano calificaba su accionar
apostólico como “especie de fanatismo deletéreo”. Ochocientas noticias en toda
Italia. Era la segunda persecución. Entraba en tema ahora, no sólo su persona
sino el proyecto, gestión y finanzas de la “Casa de alivio del sufrimiento”, y
las colectas de dinero para su construcción. Una noticia lo calificaba como:
“El capuchino más rico del mundo”.
El 30 de enero de 1964 fue su “liberación”, se indica que:
“el padre Pío ejerciera su ministerio con plena libertad”.
Las peregrinaciones llegaban, deseosos de verlo, querían
tocar al menos el hábito, cuando no sus manos llagadas.
El 20 de septiembre de l968 era el 50º aniversario de los
estigmas. El padre Pío expresaba: “¡Esto se acaba, se acaba!”, “ya es hora, que
el Señor me llame”. El 21 da la bendición a la muchedumbre. El domingo 22,
establecido para festejar el jubileo, habría misa solemne, cantada, pero no
consiguió hacerlo. Al final sufrió un desmayo. En silla de ruedas, alejándose,
dirigió la mirada a los fieles, tendiendo los brazos como si quisiera
abrazarlos, y murmuró un: “Hijos míos, queridos hijos míos”. El gentío gritaba:
“Viva el Padre Pío”. Ya no parecía el mismo, estaba pálido, temblando, sin
fuerzas, con sus manos frías. Con dificultad podía levantar la mano derecha
para bendecir.
Vuela
al cielo
A las dos y treinta de la madrugada del 23 de septiembre,
administrado el sacramento de los enfermos, voló al Cielo, con el santo rosario
en sus manos y un “¡Jesús!… ¡María!”, entre sus labios. Tenía 81 años.
Una inmensa oleada de gente aguardaba impaciente el deseo de
acercarse al ataúd, para ver, tocar y besar los venerables restos. No era el
funeral, sino el triunfo del padre Pío, la gloria; su presencia continúa
siempre viva y activa. El 16 de junio del 2002 fue canonizado por San Juan
Pablo II ante una multitudinaria, nunca vista, presencia de fieles.
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