Lucilia Ribeiro dos Santos |
Se vivían tiempos de barbarie, desprecio y crueldad, de unos para con los otros. Aunque nos deje pasmados, un terminante “código” moderó la brutalidad del momento, que era la ley del más fuerte. Lo encontramos, principalmente, en el libro del Éxodo (21, 23-25), era la respuesta a un acto injusto, a una ofensa, “ojo por ojo, diente por diente”, la llamada ley del Talión. El “tal por tal cosa”, que condenaba a penas proporcionales a la ofensa. Anteriormente ocurría todo de manera ferozmente desproporcionada. Acidez, mal trato, odio, venganza; lejanos eran los sentimientos de comprensión, amabilidad, misericordia.
La llegada del Salvador del Mundo, del Divino Redentor, abre
un nuevo camino de misericordia que entrechocaba con la mentalidad del momento.
Jesús, Nuestro Señor, propuso: “Habéis oído que se dijo, ojo por ojo, diente
por diente. Pero yo os digo, al contrario, si uno te abofetea en la mejilla
derecha, preséntale la otra” (Mt 5, 38-39). Más aún, da un mandamiento nuevo:
“Que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Jn 13, 34), proclamando lo
que podríamos calificar de ley de la divina fraternidad.
Por eso, a los primeros cristianos los caracterizaban por
cómo se querían. Los paganos afirmaban, según nos relata Tertuliano (197 d.
C.): “¡Mirad cómo se aman! ¡Mirad cómo cada uno está dispuesto a morir gustoso
por el otro!” Quedaban admirados, pues ellos mismos se aborrecían entre sí,
estaban dispuestos a matarse unos a los otros.
¿Cuál era la regla que daba lugar a esto?: todos sus
pensamientos, palabras y obras se conformaban a las enseñanzas evangélicas, que
los primeros discípulos fueron testimoniando en su forma de vida. En lo interno
como en lo externo, apartándose de lo que era indigno del nombre que llevaban y
cumpliendo todo lo que el nombre de cristiano significaba.
Esta sana influencia de las instrucciones de Nuestro Señor
Jesucristo, transmitidas por sus seguidores a través de la difusión de las
bienaventuranzas enseñadas solemnemente en el monte del mismo nombre, fueron
influenciando las sociedades a través de los siglos. El “bienaventurados los
pobres de espíritu” llevaría a los que, amando la pobreza más profunda que es
la espiritual, se llenarían de humildad, virtud indispensable para que los
hombres convivan entre sí. El “bienaventurados los mansos de corazón” los hará
de carácter dócil, sereno y suave. Los “misericordiosos ”, “los que promueven
la paz”, cuánta maravilla de doctrina para que sea construida una sociedad en
que exista una verdadera tranquilidad, dentro del orden, como enseñaba San
Agustín: “La paz es la tranquilidad del orden”.
En el decir de monseñor Joao Scognamiglio Clá Días: “La verdadera paz consiste en que los hombres vivan sometidos a Dios, siguiendo con piedad, obediencia y alegría una conducta virtuosa”. La paz de Cristo en el Reino de Cristo es la normal resultante del cumplimiento de las bienaventuranzas.
P. Fernando Gioia, EP |
Los tiempos corrieron, las costumbres cambiaron —después de
la Segunda Guerra Mundial aceleradamente—, el trato entre los hombres y las
mujeres fue deteriorándose, progresivamente en el siglo XX, a lo largo de los
decenios. Ya, entre las dos guerras (1918-1939), en la tranquilidad que se
vivía, la penetración de modos revolucionarios, extrovertidos, agitados,
nerviosos, comenzaba a hacerse presente. En las familias, y como evidente consecuencia
en las relaciones sociales, la gente se trataba con deferencia y cordialidad.
Ese agradable convivir hacía que las relaciones sociales favoreciesen elevar
los pensamientos a consideraciones religiosas.
Pero, paso a paso, iba irrumpiendo la vulgaridad, llegando a
sus extremos límites con la explosión de la revolución anarquista de la
Sorbonne, de mayo de 1968, en París.
Así es que, en nuestros días, asistimos espantados, no solo
al “ojo por ojo” sino también a lo que se da en llamar de “ley de la selva”.
Brutalidad, falta de suavidad en el trato. Se perdió la dulzura de vivir.
Décadas antes que eclosionara la revolución de mayo de 1968
—cuyo modelo de vida se expresó con el hippismo—, vivió una virtuosa dama
brasileña, doña Lucilia Ribeiro dos Santos, que brillaba por su afabilidad y
modo respetuoso de convivencia, en contraste con estilos de la aspereza del
mundo moderno que, aceleradamente, se precipitaba en los abismos de un desorden
de vida, de pérdida de la dignidad y del respeto entre las personas. Practicaba
la delicadeza y el buen trato, la consideración y el afecto, que nada tenían
que ver con la amabilidad comercial de aquellos días. Inculcaba, de un lado, la
más profunda cortesía cristiana, y por otro la compasión y ayuda a los más
necesitados.
Verdadera sierva de Dios, se destacó por su continuo
espíritu de oración, como una lámpara de aceite al lado del Santísimo
Sacramento en tantas iglesias, con una devoción entrañada al Sagrado Corazón de
Jesús y a la Virgen Inmaculada.
Vivía compenetrada de que el amor es el vínculo de
perfección (San Pablo, Col 3, 14), que da la verdadera tranquilidad en los
corazones. A su lado se sentía un verdadero oasis de paz.
A ella corresponde esta tan expresiva frase: “vivir es estar
juntos, mirarse y quererse bien”, expresando una concepción de vida, que,
llevada adelante, podrá restaurar el relacionarse en las familias, en los
trabajos, en los colegios, en la sociedad en general.
Benevolencia, bienquerencia, que, iluminando los días
actuales, sería perfumar nuestra sociedad con un ambiente que se opone al
maldito egoísmo que la carcome.
Los ritmos de la vida que llevábamos impedían que
permaneciéramos momentos juntos, en familia. Ahora lo estamos, obligados en
confinamiento a causa del covid-19. Ya casi no nos mirábamos, pues nuestros
ojos estaban horas y más horas sobre la pantalla o sobre el celular. Y qué
triste decirlo, en razón de eso, inadvertidamente, fuimos dejando de querernos
bien.
Es momento de retornar —dentro de las tensiones,
nerviosismos y ansiedades a que nos ha llevado esta desacostumbrada realidad de
la cuarentena—, estando en todo momento juntos, como nunca lo hubiéramos
imaginado, al mirarnos a los ojos y querernos bien.
Recordemos las palabras de Nuestro Señor cuando nos invita a
entrar en su camino: “Ser mansos y humildes de corazón” (Mt 11, 29), así
encontraremos descanso y alegría en nuestras almas. Que Nuestra Señora de la
Paz, patrona de El Salvador, nos cubra con su manto.
Publicado
en Gaudium Press
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