Redacción (Lunes, 23-03-2020,
Gaudium Press) El número de contagiados y muertos por la nueva pandemia de
coronavirus crece a velocidad ciclópica. El planeta se postra ante una
enfermedad misteriosa, sin prevención, sin vacuna, sin tratamiento e incluso
sin síntomas en algunos casos... De su origen casi nada conocemos, de su
destino mucho menos.
Estamos conmocionados y como que
petrificados por tantas noticias alarmantes.
Pero no solo nosotros:
prestigiosas revistas como The Economist (vol. 434, n. 9186, 20/3/2020) y Time
(vol. 195, n. 11, 19/3/2020) comentan que el mundo está
"cerrado","detenido", inerte... ¿Por qué?
Parece que la globalización ya
no existe más: hoy los aeropuertos sirven como simples estacionamientos, la
actividad de las ciudades ha sido trasplantada de los barrios bohemios a los
centros de cuidados intensivos, las calles solo hacen eco del silencio de los
cementerios, que ya ni siquiera escuchan los llantos de las viudas (están en
cuarentena).
El comercio está marcando el
paso. Los recintos de las iglesias se convierten hoy en las catacumbas de los
tiempos modernos: solo hay culto público en algunos rincones del planeta. Al
sacerdote le resta convivir a solas con Jesús Eucarístico y rogar al Señor por
su rebaño y por toda la humanidad.
¿Estamos en el fin del mundo?
En esta debacle, surge la
pregunta instintivamente: ¿pasará el mundo por esta prueba una vez más?
Sí, en la medida en que él no
busque la solución en él mismo. Incluso podrá superar esta pandemia por sus
propias fuerzas (aparentemente), pero no estará (paradójicamente) superándose a
sí mismo. Para eso, las células que componen este cuerpo -es decir, cada uno de
nosotros- solo podrán salir mejores de lo que entraron en esta guerra o no
sobrevivirán. Para esto, solo nos resta por ahora la esperanza, pues a nuestro
favor Cristo proclamó: "¡Coraje! Yo vencí al mundo" (Jn 16,33). El
Salvador vencerá siempre, aunque todo el mundo se oponga a Él. Los dos mil años
transcurridos desde la encarnación del Verbo son la prueba de eso.