Muchos fieles están desmotivados para
decidirse a ser adoradores. Disponen de tiempo para acercarse a la Eucaristía,
sí, pero no dan el paso; un paso que podrá ser ocasional, muy de vez en cuando,
o que importe en un compromiso formal de pasar cada día o cada semana un tiempo
junto al sagrario o a la custodia donde está presente el Señor en la Hostia
consagrada.
¿Cuáles son los motivos de esa desmotivación?
En la mayoría de los casos, parecen ser dos las razones u objeciones que se
esgrimen, sea conscientemente como de forma apenas implícita.
Una es ¿Para qué adorar? ¿Cuál es la utilidad
de dar ese tiempo a la adoración, tiempo que podría utilizarse en otras cosas
buenas, útiles y hasta necesarias?
Y la segunda objeción se presenta así: ¿De
qué manera adorar? ¡No tengo esa experiencia y no estoy instruido sobre cómo
portarme en este acto de culto que parece difícil y más propio de almas
contemplativas!
Abordemos ambas inquietudes y respondamos las
objeciones.
1.- ¿Para qué adorar? Por dos razones: para
acoger las gracias que Jesús nos quiere conceder en ese tiempo de intimidad con
Él, y para homenajearlo debidamente, a la vista de tantos beneficios recibidos.
Es claro que es más importante recibir lo que
Dios nos quiera dar, que tributarle nuestro amor agradecido. Porque el amor que
baja es superior, infinitamente superior, al amor que sube. ¿Y en qué consiste
el amor de Dios? En que Él nos amó primero (1 Jn. 4, 10). Aunque la gente no
tenga la vivencia de esta realidad, hay que saber que importa más ser amado por
Dios que amarle ¡Voy a adorarle para beneficiarme de su amor!
2.- ¿Cómo adorar? No se trata aquí de saber
si de rodillas o sentado, si en silencio o cantando, si rezando o leyendo… etc.
Eso dependerá de las circunstancias de tiempo y de lugar.
Para ser un buen adorador, lo ideal es tratar
de seguir un itinerario en el que entra mucho más la voluntad que la
sensibilidad. Y, por supuesto, al soplo de la gracia de Dios “que nos amó
primero”…
Se trata de concentrarse apagando los motores
del mundanal ruido y del absorbente quehacer cotidiano, y ponerse en ruta a
través de siete etapas o estaciones que se detallan más abajo. Se puede llevar
a la adoración un papel donde estén escritas esas etapas para que sirva de
ayuda; una especie de “copiatín” -como dicen en Paraguay, o de “chuleta”, en el
decir de los españoles. Solo que esa “chuleta” no es para cometer un fraude,
copiando lo que debería de haberse estudiado para el examen… sino una ayuda útil
para dar a la adoración un rumbo adecuado.
Este sería el itinerario de un adorador
celoso:
a.- Humillarse, reconocer nuestra nada
junto a quien es Señor de todo lo creado.
b.- Adorarlo en sus tres Divinas
Personas (porque donde está el Hijo está el Padre y el Espíritu Santo) adorarle
por todo cuando hizo, hace y hará.
c.- Agradecerle por tantas cosas ¡por
todo! Y especialmente por haber instituido este Sacramento para hacernos
compañía;
d.- Pedir perdón por nuestros pecados,
por los pecados del mundo, y rezar en reparación;
e.- Darle regalos: buenos propósitos,
oraciones, sacrificios… Él se dio por entero; retribuyamos de corazón.
f.- Valorar (decirle que valoramos) su
humildad, su paciencia, so obediencia, su disponibilidad permanente, su estado
de “prisionero” y de soledad en que tan a menudo se encuentra… por amor a
nosotros;
g.- Por fin, ponernos en Sus manos, consagrarnos
a Él en su misterio eucarístico, para que no seamos más nosotros sino Él
que viva en nosotros.
Este ejercicio piadoso podrá durar mucho o
poco tiempo, depende del don de Dios y del empeño que se tenga.
Bien entendido, la adoración debe hacerse por
medio de María Santísima, medianera de todas las gracias, según la enseñanza de
San Luis María Grignion de Montfort que nos dice que debemos hacer todas las
cosas por, con, en y para María.
¿No es verdad que habiendo considerado estos
puntos se dispone uno mejor para la adoración? El solo estar frente al
Santísimo sin rezar ni meditar ya es benéfico, ¡Cuánto mejor es poner
intenciones y esforzarnos por dar sentido a la cita!
Hay otro ejercicio que puede ayudarnos: es
fijar durante algún tiempo la mirada en la Hostia Santa, resistiendo a la
tentación de prestar atención en otras cosas que nos rodean y combatiendo la
pereza espiritual que nos invita a la dispersión y/o al sueño. Nuestro Señor
nos mirará desde la Eucaristía complacido; Él que a menudo está solo y como que
prisionero en las especies consagradas.
Concluido el tiempo de adoración, saldré convencido
de no haber perdido mi tiempo; al contrario: seguro de haber hecho una valiosa
inversión que pesará decisivamente en el día del juicio. “Estuve preso y me
visitasteis”… (Mt. 25, 36)