El título de «Buen
Pastor» ha sido de los pocos que se atribuyó a sí mismo el propio Jesús (cf. Jn
10, 11). De hecho, «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38) durante su recorrido
terrenal, hasta inmolarse por sus ovejas.
Pero si Cristo era tan amable, manso y humilde, ¿por qué empleó el látigo para expulsar a los mercaderes del Templo? ¿Por qué vituperó tantas veces a los fariseos, sacerdotes y ancianos? En fin, ¿por qué censuró a Pedro, llamándolo duramente «Satanás»? Sencillo: porque la Bondad encarnada también era la propia Verdad (cf. Jn 14, 6). Por lo tanto, le duela a quien le duela, para que triunfara el bien y la verdad, el Redentor no ahorró el látigo, ya fuera hecho de cordeles o de palabras…
Sin embargo, a menudo, frente a la
iniquidad, el Señor prefirió mantenerse callado, como ante la impostura de Pilato. En situaciones extremas, se limitó a verter
lágrimas al contemplar cómo Jerusalén lo rechazaba, o en el Getsemaní al
lamentarse de la infidelidad de sus discípulos.
Este mes de febrero
se conmemoran cuatrocientos años de la aprobación diocesana de las revelaciones
de Nuestra Señora del Buen Suceso a la Madre Mariana de Jesús Torres en Quito,
Ecuador. Tal mensaje prenunciaba un tiempo en el que un «mar inmundo» de
impureza se extendería por las calles, la inocencia infantil prácticamente
desaparecería y los sacerdotes perderían la «brújula divina»; no obstante, una
pequeña grey conservaría la fe. Ese aparente diagnóstico de nuestros días nos
invita a indagar: ¿cómo sería hoy la
reacción de Jesús? ¿Usaría el látigo o el llanto? ¿O ambos?
Los santos son como
rayos que emanan del Sol de la Justicia; recurramos a ellos para que nos
iluminen. Santa Catalina de Siena, que impetró a Dios el don de las lágrimas,
aunque fueran hechas de fuego, no titubeó, a ruegos del propio Jesús, en
amonestar al Papa Urbano II con el látigo de la palabra —«¡sea enteramente
viril!»— para que emprendiera la reforma eclesiástica. El Padre Pío, en cierta
ocasión, al observar la iniquidad de algunos sacerdotes y su negligencia para
con el Cuerpo de Cristo, también lloró e imprecó: «¡Carniceros!». Finalmente,
la Santísima Virgen en La Salette aparecía en llantos manifestando severamente
su inconformidad con el clero infiel, llamándolo «cloaca».
En este mes de la Cátedra de Pedro, Jesús
bien podría preguntarle a cada fiel, sobre todo a los pastores: «¿Me amas?» Ojalá la respuesta sea afirmativa,
pero ante todo sincera. Pedro naufragó justamente porque confió en sus propias
fuerzas para atravesar las aguas. Y ¡ay de los pastores que se apacientan a sí
mismos! (cf. Ez 34, 2). Peor aún, ¡ay
del que, como «nuevo Judas», entrega el templo de Dios al diablo, vendiendo a
las ovejas y protegiendo a los lobos!, como predijo el Beato Francisco
Palau.
En estos tiempos, por
tanto, en que la cizaña parece infectar completamente el trigo, es necesario
confiar como María en la resurrección. Este es el verdadero «buen suceso»: la
victoria del bien contra todas las apariencias.
Los evangelistas
retratan a Jesús con látigo en ristre, con lágrimas en la cara e incluso
mezclando saliva con barro para curar, pero nunca lo presentan sonriendo. ¿Por
qué? Porque reservó su sonrisa para el
final, cuando, encadenado el mal para siempre, la Iglesia brillará con toda la
gloria que merece: toda bella, vigorosa y pura.
Fuente: Revista Heraldos del Evangelio, Año XIX N° 211, Febrero 2021.
Foto: imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso – Casa de formación Thabor, de los Heraldos del Evangelio, Caieiras (Brasil).
Se autoriza la
publicación citando la fuente.
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