La fama de santidad es una misteriosa acción del Espíritu Santo, por la cual un fiel recibe la moción interior de rezar por intermedio de otro bautizado. Una vez obtenido de la Providencia el favor deseado, comparte su gozo comunicando a los demás el insospechado poder de intercesión de tal o cual persona, viva o difunta.
En el artículo anterior, hemos
visto cómo la devoción a Dña. Lucilia se ha propagado en nuestros días con
sorprendente celeridad.
Este tipo de fenómeno no es de
hoy, ni se trata de algo ignorado por la Iglesia. Las devociones populares que
irrumpen a causa de la fama de santidad de hombres y mujeres que aún no han
sido canonizados forman parte de un proceso espontáneo —claramente inspirado
por el Espíritu Santo—, que a menudo termina con la ascensión de un Siervo de
Dios más a la honra de los altares.
Misteriosa acción del Espíritu Santo
El cardenal Ángelo Amato, SDB, 1
recuerda que, en los procesos de reconocimiento de la santidad de vida de un
fiel, el sensus fidei —es decir, la aptitud de todo bautizado para discernir si
una determinada enseñanza o práctica religiosa es conforme a la fe— da origen a
la fama de santidad, o fama de martirio cuando se trata de un mártir, y a la
fama de signos.2
Precisamente este culto surgido
del sensus fidei, que también puede
denominarse culto popular, es el que constituye la condición esencial para el
reconocimiento de la heroicidad de las virtudes de un fallecido por parte de la
autoridad eclesiástica competente. La veneración privada de los fieles precede
necesariamente a cualquier autorización de culto público, ya que la Santa
Iglesia no busca anónimos para canonizarlos. En su multisecular sabiduría, se
limita a estudiar los casos de hombres y mujeres que ya gozan de innegable fama
de virtud. En consecuencia, es absurdo impugnar los frutos de este culto
popular como heterodoxo por el hecho de que el difunto aún no se halla incluido
en el catálogo de los santos…
La fama de santidad es una
misteriosa acción del Espíritu Santo que se da entre los fieles. A través de
ella, un bautizado recibe la moción interior de rezar por intermedio de otro y,
habiendo alcanzado el favor que deseaba, comunica a los demás el poder de
intercesión de esa persona, ya esté viva o muerta. A fin de ayudarse
mutuamente, los devotos también distribuyen imágenes, estampas, reliquias
directas e indirectas, además de oraciones privadas que circulan con libertad
entre las capilaridades del pueblo cristiano. Cuando esta realidad, este culto,
rebasa el ámbito privado y se vuelve conocido por muchos —es decir, se
publicita sin convertirse en un culto público—, se dice que existe fama entre
un determinado grupo de fieles del que tal o cual intercesor es poderoso ante
Dios.
Ahora bien, los conceptos de
culto privado y culto público a menudo llevan a confusión. Para esclarecer esta
cuestión, resulta útil explicar algunos principios básicos e ilustrarlos con
ejemplos. Es lo que haremos a continuación.
La noción de culto
En el alma de cualquier fiel
católico florece con toda naturalidad la admiración por quien está arriba y el
deseo de rendirle culto, lo cual puede describirse como la manifestación de
sumisión y reconocimiento de la superioridad o la excelencia del otro. Es
doctrina común de la Santa Iglesia que todo bautizado posee la libertad de
expresar su respeto o incluso veneración —y, por tanto, su culto, con tal de
que no sea culto público ni exceda de los límites debidos a una criatura— a
cualquier persona virtuosa, esté viva o muerta. Esto ha sucedido siempre a lo
largo de los siglos. Lo que se admira en estos hombres y mujeres, vivos o
muertos, no son cualidades que les sean absolutamente propias —«¿Tienes algo
que no hayas recibido?», recuerda San Pablo (1 Cor 4, 7)—, pues en su virtud y
en su santidad brilla una chispa de las perfecciones divinas y de la excelencia
del Creador.3
Es decir, cuando en alguien —la
persona que recibe culto— reside cierta superioridad, en general hay otro —al
que se le puede llamar cultor— que se alegra de reconocer tal superioridad y la
manifiesta: se le rinde culto a esa persona superior precisamente por su
superioridad, a la que el cultor reverencia con humildad. Es consecuencia del
cuarto mandamiento del decálogo, que nos ordena honrar a todos los que, para
nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad.4 Y esta
autoridad ha de entenderse en un sentido amplio, ya que cada fiel tiene una
porción de autoridad propia: desde el ama de casa y el padre de familia hasta
el trabajador manual, el profesor e incluso el mendigo.
San Benito con sus monjes –
Abadía de Monte Oliveto Maggiore, Asciano (Italia)
Esto significa, entre otras
cosas, que los bautizados tienen la obligación de rendir culto privado tanto a
los ángeles y a los santos del Cielo, como a todas las personas vivas que de
alguna manera sean superiores a ellos, particularmente cuando se trata de una
superioridad sobrenatural: un confesor dotado de especial carisma, un
predicador de elocuencia sacra o una religiosa de pureza inmaculada.
Los distintos tipos de culto
El culto puede ser natural o
sobrenatural. El culto natural es aquel que todos los hombres están obligados a
prestar a quien en algún sentido es superior a ellos. Puede ser individual, en
una relación entre dos particulares; familiar, con relación al padre y a la
madre en el ámbito de la familia; o social, en el ámbito de una sociedad. El
culto sobrenatural es el reconocimiento debido a Dios, y puede ser prestado
tanto a Él como a las personas de la Santa Iglesia que son superiores a
nosotros por vocación, misión o fidelidad a los dones recibidos, ya estén vivas
o muertas.
En el culto a los que se
encuentran en la visión beatífica se distinguen: la latría, prestada a Dios; la
hiperdulía, a María Santísima; la protodulía, a San José; y la dulía, a los
ángeles y a los santos del Cielo, canonizados o no. El culto tributado a una
persona puede, finalmente, ser absoluto —cuando se venera a la propia persona—
o relativo —cuando se le tributa a un objeto relacionado con la persona
venerada.
En este último caso, hablamos de
reliquia,5 que puede ser directa —algo que tuvo una relación vital con la
persona, es decir, su cuerpo— o indirecta —un objeto tocado o usado por la
persona en vida, o tocado en un reliquia directa. Entre las reliquias, la
Iglesia distingue dos tipos: las sagradas, que hacen referencia a la persona de
Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen, los santos o los beatos; y las no
sagradas, vinculadas a las demás personas, ya sean Siervos de Dios con fama de
santidad, ya sean simples bautizados, vivos o fallecidos. El término
representación se utiliza para designar los distintos tipos de imágenes de
alguien, como fotografías, estatuas, pinturas y estampas.
Culto
privado y culto público
Todo acto de culto sobrenatural
puede practicarse de modo público o de modo privado. A menudo hay quienes
confunden el culto público con el culto externo publicitado, esto es, realizado
ante un público numeroso. Sin embargo, la expresión tiene un significado
técnico preciso, pues la mera apariencia no constituye un verdadero acto de
culto público.
Según el Código de Derecho
Canónico, 6 el culto es público cuando consiste en una acción litúrgica, a
saber: es realizado por un ministro designado por la Iglesia, con la intención
de realizar lo que la Iglesia quiere que se realice, siguiendo un ritual
establecido por la Iglesia. Es privado en todos los demás casos del culto
sobrenatural tributado por cualquier hombre, incluso no bautizado, en relación
con Dios, sus ángeles y sus santos. Así, el culto será público tan sólo si
consiste en un acto litúrgico; de lo contrario, siempre será un acto de culto
privado. Además, la falta de uno de los tres elementos antes enumerados hace
que el acto de culto sea privado.
Respecto al canon 1187, relativo
a la licitud del culto público, un comentarista reciente explica que «el culto
privado es posible siempre que exista fundamento razonable».7 De hecho, son
varios los cánones en los que el Código de Derecho Canónico anima a los fieles
en particular y a determinadas instituciones católicas a promover el culto
privado.
Ejemplificando
Ciertos actos de culto de la Iglesia
Católica únicamente pueden ser realizados de modo público, como la santa misa,
incluso si la celebra un sacerdote solo. Otros, como el santo rosario, siempre
serán actos de culto privado, aun cuando sea rezado por multitudes y con la
participación de sacerdotes, obispos e incluso el Papa. Algo similar ocurre con
las oraciones no litúrgicas, los actos de penitencia y las obras de caridad,
que en modo alguno pueden ser litúrgicos o de culto público, y constituyen un
medio de santificación al alcance de todos los fieles.
La liturgia de las horas, a su
vez, será un acto de culto público cuando sea rezada por personas delegadas
para ello, como clérigos o consagrados que la tengan prescrita en sus
constituciones: una monja carmelita, por ejemplo, podrá realizar un acto de
culto público en la soledad de los claustros de su convento, dada su condición
de profesa, mientras que un laico realizará un acto de culto privado rezando en
soledad el oficio divino. Sin embargo, el rezo en conjunto de la liturgia de
las horas, por personas no delegadas, convierte la acción de una comunidad de
fieles en un acto de culto
público.
Canto de vísperas en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, en
Caieiras (Brasil)
Un laico que simule celebrar una
misa, aunque siga fielmente el ritual establecido con la intención de realizar
un sacramento, nunca practicará un acto de culto público, por no ser ministro
designado. Ni siquiera será un acto de culto privado, dado el propósito de
fingir y no de alabar verdaderamente a Dios. No obstante, un fiel que se halle
impedido de participar en la celebración eucarística y permanece a solas en
casa o en su lecho de dolor, y que lee con espíritu de piedad todas las
oraciones de la misa, practica un acto de culto privado muy agradable a Dios y
en manera alguna reprobable, aunque no renueva el santo sacrificio.
El culto ilícito
Sin embargo, constituye una
transgresión de las leyes de la Iglesia la realización de un acto de culto
público, como, por ejemplo, la santa misa, en honor de una persona fallecida,
pero no canonizada, o en honor de una persona viva. Una misa de acción de gracias
por los dones concedidos por Dios a esa persona no tiene nada de ilícito, del
mismo modo que se celebra el aniversario de nacimiento, de ordenación
sacerdotal, de matrimonio o de profesión religiosa.
En relación con las reliquias y
representaciones de personas no canonizadas ni beatificadas, será considerado
un acto de culto público ilícito si la reliquia o representación se exhibe en
una iglesia, sobre el altar, durante la celebración de un acto litúrgico, como
la santa misa o la liturgia de las horas. Pero si se trata de una «exposición»
fuera del culto público, simplemente como un acto de culto privado, no hay nada
reprobable en ello.
Mons. João besa un chal que perteneció a Dña. Lucilia
¿Y los «milagros»?
Concluimos con una delicada
cuestión: ¿cómo considera la Iglesia los «milagros» obtenidos por intercesión
de una persona fallecida que aún no ha sido canonizada, que está siendo objeto
de culto privado por parte de los fieles?
En un sentido jurídico estricto,
un hecho puede ser designado con la palabra milagro sólo después de una
declaración oficial de la Santa Sede. De lo contrario la denominación no es más
que una mera opinión privada. Precisamente a causa de esto, la aprobación de un
milagro por parte de la Santa Sede requiere un proceso canónico ad hoc. En
consecuencia, antes de esa declaración oficial se puede hablar de supuesto
milagro, por muy numerosos o importantes que sean quienes así lo consideran a
título particular: la propia persona favorecida, los médicos, los familiares,
los especialistas de distintas áreas, los abogados, jueces, policías, comisarios,
ministros e incluso monseñores, obispos, arzobispos y cardenales.
La apertura del proceso canónico
del supuesto milagro, que debe realizarse en la diócesis donde se encuentran
las pruebas y, por tanto, donde ocurrieron los hechos, presupone necesariamente
la existencia de un proceso de canonización ya iniciado en relación con el
Siervo de Dios a quien se le atribuye la intercesión eficaz para la obtención
del don celestial.
Así pues, al referirse a un
supuesto milagro, la Santa Iglesia lo considera en la misma categoría que los
denominados favores o gracias obtenidos por intercesión del Siervo de Dios:
sólo pueden servir como prueba para dar testimonio de la existencia y la
autenticidad de la fama de santidad del referido Siervo de Dios, condición
previa para el inicio de la causa de canonización.
Por lo tanto, todo acto de culto
privado a Dña. Lucilia, como a cualquier persona que el cultor considere
superior a él, son lícitos y recomendables; ya sea culto absoluto, ya sea culto
relativo, y esto tanto en la veneración de una representación como de una
reliquia. ◊
por el P. Eduardo Miguel Caballero Baza, EP
Fuente: Revista Heraldos del Evangelio
Se autoriza su publicación citando la fuente.
Notas:
1 Cf. AMATO, SDB, Ángelo. «Sensus
fidei e beatificazioni. Il caso di Giovanni Paolo II». In: L’Osservatore
Romano. Città del Vaticano. Año CLI. Nº 78 (4-5 abr, 2011); p. 7.
2 La fama de signos —en latín,
fama signorum— es la convicción de obtener gracias y favores celestiales
mediante la invocación e intercesión de un Siervo de Dios que murió en olor de
santidad.
3 Cf. CHOLLET, A. «Culte en
général». In: VACANT, A.; MANGENOT, E. (Dir.). Dictionnaire de Théologie
Catholique. 2ª ed. Paris: Letouzey et Ané, 1911, t. III, col. 2407.
4 Cf. CCE 2234.
5 Conviene aclarar al respecto
que cualquier vínculo entre una persona y lo que utiliza, toca o se vale, así
como el sitio donde se encontraba, puede dar lugar a un culto relativo siempre
que dicha relación sea real y decente (cf. CHOLLET, op. cit., col. 2409).
6 Cf. CIC, can. 834.
7 MANZANARES, Julio. Comentario al canon 1187. In: CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO. 4ª ed. Madrid: BAC, 2005, p. 623.
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