Monseñor Joao Scognamiglio Clá Dias, EP |
Los indiferentes y los tibios, pretendiendo pertenecer al número de los buenos, estaban ciegos de alma por su propia actitud, hasta el punto de no percibir que Nuestro Señor, en su Vía Dolorosa, alcanzaba el mayor de los triunfos. También los adversarios del bien, con la vista turbia de odio, no se daban cuenta de que aceleraban su propia ruina. “¿Oh muerte dónde está tu victoria? ¿Oh muerte dónde está tu aguijón?” (I Cor 15, 55), indaga desafiante el Apóstol. Muriendo en la Cruz, el Divino Redentor venció no sólo la muerte, sino también el mal, y dejaba fundada sobre roca firme una institución divina, inmortal -la Santa Iglesia Católica, su Cuerpo Místico y fuente de todas las gracias-, que debilitó y dificultó la acción de la raza de la serpiente, privándola del poder aplastante y dictatorial que había ejercido sobre el mundo antiguo.
Nos causa júbilo saber que la aparente catástrofe de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor marca la irremediable y estruendosa derrota de Satanás. Éste, insuflando los peores tormentos contra Jesús, se engañaba, juzgando que caminaba hacia un éxito extraordinario contra el Bien encarnado. En su locura no percibía como estaba contribuyendo para la glorificación del Hijo de Dios y para la obra de la Redención.
¡Qué gloria, qué triunfo, qué sublimidad alcanzó Nuestro Señor Jesucristo con su Pasión! ¡Qué humillación en los infiernos, aplastados por el error de ignorar la fuerza invencible del Bien!
La solución para el problema del mal
En la meditación de la Liturgia del Domingo de Ramos encontramos el fiel de la balanza para el problema de la lucha entre el bien y el mal. Con la Encarnación, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, el mal sufrió su derrota definitiva, porque comenzó a tener efectos sobre la faz de la Tierra el régimen de la gracia. Fue este el medio determinado por la Sabiduría Divina para terminar con la vitalidad y el dinamismo del linaje de satanás, el cual, disconforme, hace todo para vengarse; por esto la lucha entre el bien y el mal continúa sin treguas, hoy más que nunca.
Con respecto a nosotros, católicos, no podemos ignorar tal realidad, en la cual estamos inmersos. Y debemos estar muy atentos para un aspecto de suprema importancia: este embate se traba también dentro de nosotros. De la misma manera como en el Paraíso terrestre existía la serpiente, en nuestro interior hay serpientes que hacen un trabajo mucho más ladino que el demonio con Eva. Son nuestras malas tendencias, en virtud del pecado original, siempre escondidas, esperando una oportunidad para arrastrarnos al partido de los tibios e indiferentes. En esa batalla interna nos toca mantener el mal amordazado y humillado, y dar al bien toda la libertad, lo que sólo podemos alcanzar con la gracia de Dios.
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalem |
Cierto es que cuanto más avanzamos en la virtud, más puede levantarse contra nosotros una fuerte oposición del poder de las tinieblas. Dos mil años de historia de la Iglesia nos muestran con que facilidad esa oposición se transforma en odio y en persecución. No obstante, no temamos, con lo que nos pueda suceder, seguros de que, como dice San Pablo, “todas las cosas confluyen para el bien de aquellos que aman a Dios, de aquellos que son elegidos, según sus designios” (Rm 8, 28).
Avancemos así, seguros con los ojos fijos en Aquel que “se manifestó para destruir las obras del demonio” (I Jo 3, 8), pues ¿quién es el diablo en comparación con Nuestro Señor Jesucristo?
El mal es limitado, el bien infinito
Como enseña la filosofía perenne, el mal es una ausencia de bien. El mal absoluto no existe, al contrario de lo que pretenden las corrientes dualistas. Tratándose de una mera negación del bien, por sí solo no tiene fuerza para derrotarlo. Dios es el Sumo Bien, el Bien en esencia, y quien se una con integridad a Él, en consecuencia se tornará invencible, como que revestido de la propia omnipotencia divina.
De estas reflexiones, nacidas de la Liturgia que abre la Semana Santa, debemos sacar una lección para nuestros días, en que el mal y el pecado campean con arrogancia por el mundo entero: de la lucha entre el bien y el mal resulta necesariamente la victoria del bien, de modo que, temprano o tarde, los justos serán premiados y “harán brillar como una antorcha su justicia” (Ecl 32, 20). En el momento en que una parte ponderable de la humanidad da las espaldas a su Creador y Redentor, somos llamados a creer con firme confianza que, como Nuestro Señor triunfó antaño contra las apariencias de derrota, triunfará de nuevo restableciendo el verdadero orden: “En el Señor pongo mi esperanza, espero en su palabra” (Sl 129, 5).
(CLÁ DIAS EP, Monseñor Joao Scognamiglio. In: “Lo inédito sobre los Evangelios” Volumen III, Librería Editrice Vaticana)
Texto completo en: COMENTÁRIOS AO EVANGELHO DOMINGO DE RAMOS DA PAIXÃO DO SENHOR - Lc 23, 1-49